Cicatriz, de Juan Gómez-Jurado

Creo que esta es la reseña más difícil que voy a escribir. Principalmente porque es imposible hablar de esta novela sin revelar detalles que, como lector, se agradece no conocer de antemano. Así te puedes permitir el lujo de ir desenvolviéndola capa a capa, sin que nada te arruine la siguiente sorpresa. Con todo, ya sabía demasiado cuando empecé a leer. En mi opinión, es una historia para empezar a leer sin saber nada salvo su título. Y quizás ni eso.

No es una novedad, para quienes ya hayan leído a Juan Gómez-Jurado, que su destreza a la hora de escribir es dificilmente superable. Hace magia con las palabras. A veces te descubres leyéndole y pensando "¿cómo narices ha hecho eso?". Y no lo descubres, por más que releas. Te deja así, con esa cara bobalicona de quien acaba de presenciar un buen truco de magia. Realmente, en ocasiones más que palabras lo que te ofrece Juan Gómez-Jurado son caminos. Y eres tú quien los recorre.

Cicatriz no es diferente. Desde que empecé a leer he tenido la misma sensación: la de estar en lugares a los que no sabía cómo había llegado. De repente mi habitación había desaparecido y allí estaba yo, en un barrio marginal de Chicago. O en la fría Ucrania. Es esa manera de escribir la que engancha: la que te transporta. Ese es el don de Juan. Y, de verdad, creo que podría conseguirlo hasta escribiendo prospectos médicos.

Pero resulta que lo que hace es escribir novelas. En este caso un thriller. O eso dicen. A mí me parece más una historia de amor. Creo que es lo que motiva cada acción de esta historia. Pero no quiero hablar más de la cuenta.

Pertenezca al género que pertenezca, lo que sí tengo claro es que Cicatriz es una buena historia contada por un gran narrador. Y eso es algo que difícilmente puede salir mal.

Lo que he aprendido

Sé la persona que te gustaría conocer. Dedica tiempo a estudiarte, a comprenderte, a reconocerte. Aprecia tus virtudes, analiza tus defectos y, si algo no te gusta, cámbialo. Evoluciona. Madura. Crece. No permitas que nadie te etiquete. Quiérete. Aprende a decir que no. Pierde el miedo a decir sí. Arriesga.

No permitas que los finales te dejen sin principios. Acepta que todo acaba, que incluso tú lo harás algún día. No hipoteques tu futuro para tratar de salvar tu pasado. No encierres tus posibilidades tras el muro de tus desengaños. Nunca dejes de intentarlo. No tengas miedo a perder porque entonces es cuando lo perderás todo.

No te aferres a nada que no puedas llevar en tus bolsillos. Que todo lo que se pueda pagar ya lo venderán en alguna otra parte. No te ates a un lugar ni a una idea. Que lo que otros esperan de ti no se convierta en tu prisión. Toma tus propias decisiones. Responsabilízate únicamente de tu propia felicidad. Ve donde quiera que te lleven tus pasos. Que lo que de verdad importa, lo único que importa, caminará contigo.
 
Atrévete a dar ese paso. No esperes a que la vida sea quien te empuje, que siempre es más dura una caída que un salto. Pero, si tienes que caer, aprende. De cada golpe, de cada herida. Aprende a ponerte en pie y a empezar de cero. Aprende que a veces un final es el único principio posible. Aprende a reconstruirte, a coserte las heridas. Aprende que eres quién eres por todo lo que has ganado, pero también por todo lo que has perdido. Y que, con el tiempo, entenderás que no tener ni un rasguño es la peor de las derrotas. Porque todo lo que importa deja huella, nos araña, nos rasga hasta penetrar en nuestra piel.

Permanece alerta. Si tus días empiezan a parecerse demasiado los unos a los otros: huye. Y huir no significa necesariamente irse. A veces se puede escapar y permanecer. Que es más una cuestión de actitud que de movimiento.Y sé que lo que digo no es fácil. Que da miedo, que resulta incierto. Que es como pedirte que saltes al vacío con los ojos vendados. Que es arriesgado. Y sí, claro que lo es. Lo seguro, lo cierto, lo fiable es lo que tienes. Ya sabes cómo son tus días. Conoces tus rutinas. Tus tristezas, tu resignación. Conoces el recorrido exacto que hacen tus lágrimas al caer. El punto justo donde comienza a oprimirte el pecho la angustia. Puedes quedarte exactamente donde estás. Seguir siendo soportablemente infeliz el resto de tu vida, si es lo que quieres. Si es lo único que te atreves a ser.

Hogar


Tú no lo sabes aún, pero a veces me evaporo. Y vuelvo a caer al rato en forma de lluvia, como si en las nubes de mis ojos se hubiera formado una tormenta de verano. Me inunda hasta por dentro esta forma de llover o será que soy de agua por lo que nunca estoy seca, pero tú eres capaz de bucearme hasta en una única gota. Siempre llegas a mí sin paraguas, en camisa, como si no temieras empaparte con mi lluvia.

Me van secando poco a poco tus palabras. Y al abrigo de tus caricias encuentro el calor que me falta. 
Entonces sé que el único techo que necesito es tu barbilla cuando me refugio entre tus brazos.Que me sobran las paredes si me envuelve tu latido. Que tú y yo convertimos en hogar un abrazo.



Relojes



Hace mucho que la medida de mi tiempo dejaron de ser los segundos, los minutos, las horas... Me paraste los relojes. Arrancaste el minutero para erizar con él mi piel. Los días dejaron entonces de ser días para convertirse en instantes. En conversaciones. En momentos. Y se me fue olvidando el sonido del tictac, se me fue acostumbrando el oído a ese ruidoso silencio que hacían las horas al convertirse en suspiros.

Será que al quedarnos sin tiempo se deshizo el huso horario por lo que perdimos la distancia. Los kilómetros se convirtieron en imaginación y los milímetros en ganas. Nos quedamos sin unidades de medida que supieran contenernos y tuvimos que inventarnos otras nuevas. Y empezamos a medirlo todo en nosotros. Las sonrisas, los besos, las caricias, los recuerdos... que ninguno de los dos quería contar ya entonces nada que no nos contuviera.

Y me gusta cuando acaricias mi muñeca como recalcando esa ausencia. La que dejaron los relojes que detuvo tu llegada. Cuando me quedé sin horas, contigo.

Juntos



Como mujer que soy, sé perfectamente lo que es vivir con miedo. Sé lo que se siente al leer una noticia sobre violencia de genéro y pensar que podría haber sido cualquiera de mis amigas o conocidas, quizás yo misma. Sé lo que es ser educada en una sociedad que enseña a la mujer a defenderse, a ser precavida, a ser cauta. Sé lo que es disculpar conductas claramente reprobables por miedo a parecer una histérica o una exagerada. Sé perfectamente lo que significa ser mujer, llevo treinta años aprendiéndolo.

Y me duele cada muerte de una mujer a manos de un hombre. Me duele porque me siento víctima yo también, víctima de una sociedad que dejó a las mujeres maltratadas a su suerte durante décadas, que las estigmatizó, que las hizo avergonzarse de su condición. Una sociedad de la que se empiezan a arrancar las malas hierbas, pero de la que aún quedan las raíces.

Me duele oír comentarios machistas, leer noticias que prueban la desigualdad existente y, sobre todo, me duele escuchar a mujeres como yo defender ese machismo, conservarlo.

Con todo, no creo en el odio. No creo que esto sea una lucha de sexos. Creo que es un problema real, trágicamente real, un problema de todos. Es un problema de las mujeres, sí, pero también de los hombres. De los hombres, los hay, que no quieren que una mujer sienta miedo a cruzarse con ellos de noche. De los hombres que no quieren sentirse parte del problema porque desean ser parte de la solución.Que no quieren que sus hijos sean educados como agresores, que no quieren que sus hijas sean educadas como víctimas. Esto nos incumbe a todos y sólo entre todos lograremos erradicar este mal.

Sé que es difícil razonar después de tanto dolor, de tanto miedo, pero esta no es una batalla que podamos emprender solas. Necesitamos que los hombres también se impliquen, necesitamos que ellos formen parte de este cambio y, sobre todo, que comprendan que a ellos también les afecta.Y, como sociedad, necesitamos analizar nuestras conductas. Necesitamos ser conscientes de que existe un problema para poder empezar a buscar entre todos la solución. Todos hemos presenciado alguna conducta machista que hemos pasado por alto. Tenemos que dejar de tolerarlo. No condenemos a las personas por pertenecer a un sexo u otro, condenemos los hechos, las actitudes machistas. Seamos parte de la solución, juntos.


Ausencia

Se van a quedar conmigo los silencios. Los vacíos en los lugares que te contenían. Los huecos, todos los maditos huecos. Aquella tarde, la que por ignorancia dejé pasar de largo. O por miedo, no sé. Me aterran tanto los finales que poner el punto que los delimita me hace sentir un poco más segura. Como si así los hiciera míos o un poco menos definitivos. Ya no importa. Ahora está todo en una bolsa de basura negra. Una caja de madera caoba. Un piso vacío al que nadie quiere volver. Los huecos, joder, los malditos huecos. No es la pérdida, es la ausencia. No son las despedidas, es lo que queda después. Esa nada. Esa carencia. A veces pienso que mientras no me enfrente a tus huecos no te habré perdido. Estarás ocupando el espacio que te corresponde en mi cabeza. Y todo estará bien, todo seguirá en su sitio. Tú en el viejo sofá, yo en cualquier otra parte. Y la posibilidad de tenerte seguirá estando ahí, de algún modo. Como si no ver dónde me faltas te retuviera a mi lado inciertamente.


La sociedad de la desinformación

Estamos adoctrinados, aunque nos pese. Nos hemos acomodado a esta sociedad acelerada, acostumbrándonos a consumir la información envasada al vacío que nos ofrecen los medios de comunicación y los tertulianos más televisivos. Información a la medida de una sociedad de consumo que necesita productos de rápida asimilación. Ideas precocinadas, ideologías prefabricadas, de asimilación rápida.

Nos convertimos, sin saberlo, en marionetas de ese teatro de títeres que manejan siempre manos ajenas. Nos alienan, nos radicalizan, nos convencen. Implantan sus ideas en las nuestras a base de portadas, de argumentarios, de sentencias. Mentiras repetidas hasta la saciedad que terminan por convertirse en verdades. Verdades tan mutiladas que apenas conservan un hilo de su esencia.

La información queda oculta tras una avalancha de desinformación que nos desborda, que nos deja en los titulares de una realidad incierta. Bocados rápidos de digestión inmediata, para una conversación de ascensor o un café rápido. Un tuit, un estado de facebook. Ni siquiera necesitamos escribir: basta con pulsar un botón para compartir esa bomba desinformativa que ni siquiera hemos leído. Y da igual, porque nadie va a leer más. No tenemos tiempo, ni curiosidad, ni ganas de estar buscando una verdad que, hoy día, parece más cara que la honradez.

Ya lo decía Esperanza Aguirre en su campaña para las polémicas elecciones del pasado domingo: ¿para qué elaborar un programa electoral que nadie va a leer? La condesa conoce bien a su público. Sabe que sus votantes van con la papeleta en una mano y el miedo en la otra. Que no votan porque ella sea la mejor opción, votan porque los otros son peores: bolivarianos, etarras, antidemócratas, antisistema, violentos… A los votantes de Aguirre poco les importa su programa electoral: lo único que quieren es a los perroflautas fuera del gobierno de la capital. Han leído en el ABC o en La Razón que su candidata, esa jueza a la que nadie conoce, quiere liberar presos etarras o que pretenden convertir España en Venezuela. Si su lideresa dice que llueve, ellos sacan el paraguas sin tan siquiera asomarse a la ventana. ¿Para qué? Ya se encargan  otros de pensar por ellos.

Volar

Que yo no quiero cortarte las alas, yo lo que quiero es volar contigo. Agarrar bien fuerte tu mano y saltar cada precipicio que nos encontremos. Que no haya abismo que me frene si estoy a tu lado. Que no haya distancia, ni altura, ni miedo. Que hagamos de los kilómetros centímetros con tan sólo dos palabras. Que hagamos de los centímetros milímetros a base de silencios.

Que yo no quiero relojes, yo lo que quiero son instantes. Y medir el tiempo en sonrisas, en miradas, en besos. Medir el tiempo en nosotros. Que tus dedos marquen los segundos que transcurren sobre mi espalda. Que una hora sin ti no valga lo mismo que una hora contigo. Que cuando cerremos los párpados se paren todos los relojes. Que no exista el tiempo cuando nuestros labios se encuentren.

Que yo no quiero pasado, yo lo que quiero es presente. Crear cada día un poquito de ese pasado que compartimos. Ese hecho de los recuerdos que nos contienen. Y construir un futuro sobre nuestros sueños, castillos en el aire de paseo por Madrid. Y saber que da igual el qué si es contigo, que yo sólo quiero ya el quién. Que yo contigo todo, hasta lo que ni me imagino.

Hogar



Aquello fue como llegar a casa por primera vez, después de haber cruzado el umbral de la puerta mil veces y de haberme descalzado otras tantas, pero siempre era un suelo ajeno el que me esperaba tras la puerta. Un suelo que yo pisaba descalza como si creyera que de aquella manera podría hacerlo mío. Supongo que no entendía entonces que no son las paredes las que hacen un hogar. Que si te aferras a un muro, cuando se derrumba te quedas sin nada.

Pero no eran paredes sus brazos, no. Eran en el lugar en el que yo supe que querría estar toda mi vida. Su cuerpo encajado con mi cuerpo, como un puzzle de carne y huesos. Lo supe. Que aquello se sentía como un hogar. Aunque no estuviera descalza y allí no hubiera nada ni remotamente parecido a una pared.

Luego hubo muchas cosas qué decir. Las palabras iban y venían de su teclado al mío. Y, cuando se empezaron a quedar cortas las palabras, tiré de números. Qué rara es la cercanía cuando está envuelta en distancia. Qué extraño transformar palabras en pulsos eléctricos.

Después supongo que fue inevitable. Yo me quedé sin opciones desde el principio. Así de rendida estaba, por voluntad. Por querer estar donde pisaran sus pies. Que mi hogar tenía su nombre. Que no son las paredes, son las personas. Es la persona.

Auschwitz


Hay algo en los lugares que han conocido de cerca la muerte que no se puede explicar. Lo sentí por primera vez en Hiroshima y volví a sentirlo hace unos días en Auschwitz. Es un silencio. Un silencio que parece ocultarse bajo el sonido. Bajo el ruido de la lluvia al caer. Del viento. De las pisadas de los turistas, de sus murmullos, de las explicaciones de los guías… Un silencio que no se parece a ningún otro. Un silencio que hace estremecer.  Un silencio que acusa una ausencia de sonido. Que pone en evidencia lo que falta, lo que allí se ha perdido. Un silencio que se te clava dentro, que te encoge el estómago. Que te eriza la piel.

Nada de lo que te puedan contar después iguala esa sensación que, más que perseguirte, parece enraizarse en ti. Nada. Ni las miles de maletas vacías que se apilan en una de las habitaciones del campo, con las direcciones y nombres de sus propietarios, como si aún esperasen regresar algún día a ellos. Ni todas esas gafas redondas e idénticas, ciegas ya sin los ojos que un día vistieron. Ni los zapatos amontonados en una inmensa habitación que parece un monumento a tantos pies descalzos que acabaron convertidos en humo. Ni siquiera las casi dos toneladas de cabello humano que se apilan tras el cristal de la última sala, cuya visión te atraviesa como un puñal y te desgarra la boca del estómago sin piedad. El cabello enredado o recogido en minuciosas trenzas que en algún momento los nazis recortaron a los prisioneros para poder venderlos como relleno de colchones o materia prima para hacer fieltro. En la entrada de la sala un cartel prohíbe realizar fotos dentro. No hubiera sido capaz de sostener la cámara. En un instante te derrumbas por dentro, la realidad te golpea: de repente entiendes la magnitud de lo allí acontecido. Y ese silencio cobra sentido. 







Más de 1.300.000 personas fueron enviadas a Auschwitz. Murieron cerca de 1.100.000. A la entrada del campo aún se puede leer “ Arbeit macht frei”.

Treinta



No sé qué será de mí mañana. Supongo que los mismos ojos que hoy me observan desde el espejo me verán despertar, la misma boca que hoy esboza una sonrisa mañana bostezará y estos pies que ahora se descalzan mañana pisarán desnudos el suelo de mi cuarto a la misma hora a la que lo hicieron hoy. Y después me empezará a vestir la treintena. Qué más darán las cifras a estas alturas. Seré yo, la de hoy, la de antes de ayer. La que hace justo un año se enfrentaba a unos veintinueve inciertos, los mismos que hoy se me escurren entre los dedos. Los que amanecieron cubiertos de los pedazos de aquel futuro que se me rompió tras un mal golpe. Poco imaginaba yo que de aquellas ruinas saldrían estos cimientos. Mucho más sólida hoy que entonces, más ubicada. Los veintinueve me trajeron una brújula que parece apuntar siempre a mi sonrisa. Ya entendí que la felicidad consiste en estar en el lugar en el que quieres estar. Y ya. Ese era el secreto: que no eres donde pisas, eres tus pies. Que tu única frontera está en el contorno de tu piel. Por eso ahora me asiento en mí misma y he dejado de tener vértigo desde entonces. Será que ya no me mueve viento ajeno. Será que hice de mis piernas raíces. Que sólo cuando no necesitas que nadie te sostenga puedes empezar a perder el equilibrio en abismos ajenos. Cerrar los ojos, lanzarte al vacío. Saber que los futuros son bellos porque son inciertos y no tratar de hacer con ellos presente. Que los años sólo suman pasado. El ahora no entiende de edades, ni de aniversarios, ni de calendarios. Entiende de experiencia, de recuerdos, de aprendizaje... Entiende que, para ser quien soy ahora, tuve que vivir todo lo que me hizo llegar aquí. A este punto preciso, a este instante justo. Enraizada sobre unos pies que hoy pisan tierra firme y que mañana, quién sabe, tal vez aprendan a volar...

(Podcast) Nosotros, de Yevgeni Zamiatin



Tras mucho hablar de este libro, por fin he conseguido que los chicos de la Biblioteca de Trantor se animen a grabar un podcast propio para esta gran historia.


Aquí culmina mi particular lucha para que esta novela retorne al trono distópico al que pertenece y del que injustamente fue echado por la censura soviética. Es una verdadera lástima que un autor tan brillante como Zamiatin fuera condenado a la muerte literaria por sus propios compatriotas, una prueba más de como la ignorancia de unos pocos puede herir de muerte la historia y la cultura de todo un país.

A fin de cuentas, esta novela va sobre eso. De una manera magistral, Zamiatin nos invita a reflexionar sobre los totalitarismos de cualquier tipo. Sobre como la tonelada aplasta la identidad del gramo. Sobre como el gramo abraza la voluntad de la tonelada. Habla sobre Estados que prohíben aquello que no entienden, sin darse cuenta de que de esa manera lo único que consiguen es mutilarse a sí mismos, limitarse. Habla de seres humanos que, como los números, tienen una parte real y una imaginaria. Habla de revolución, de rebeldía y, sí, también habla de sumisión. Zamiatin nos habla de nosotros. De quienes fuimos, de quienes somos... de quienes seguramente seremos. Y eso hace que esta novela sea tan inquietante, tan imprescindible, tan compleja en su aparente sencillez. 

Podcast: Escuchar… (botón derecho, guardar como para descargar el audio)(1:36:48/49,2Mb)

Bibliografía (por si tenéis interés en saber qué fuentes he utilizado para documentarme)

La increíble y triste historia de la Zambia libre y sus heróicos afronautas.

Ancient and Modern Mathematics in Zamyatin´s We.

Reseña de "Nosotros" por George Orwell

Entrada de "Nosotros" en wikipedia (ENG)

Prólogo de Sergio Hernández-Ranera (ed. AKAL)

Y, si os puede la curiosidad, os dejo las anotaciones que realicé para el podcast.

Espero que os guste. Impresiones y comentarios por aquí, por email o en Twitter.

Por último agradecer a todos los #Nosotronianos su apoyo, no hubiera sido posible que este podcast saliera adelante sin vuestra ayuda. A todos los que habéis leído el libro porque he conseguido que os picara la curiosidad. A todos los que me habéis escrito para compartir conmigo vuestras impresiones. A Félix y a Iñaki, mis becarios preferidos, por hacerme feliz accediendo a grabar un podcast propio para el libro. Y, sobre todo, a mi D-503 particular por aguantarme durante toda la preparación de este podcast, por leerse mis once páginas de anotaciones y encima mejorarlas con sus comentarios. No hay palabras. ¡Mil gracias a todos! :)

Huesos

Se quedó suspendido un instante en el aire, justo antes de evaporarse. Me pregunté si lo recordaría así, como fue justo antes de deshacerse, con ese leve tintineo que lo sostuvo una décima de segundo frente a mis ojos, en el momento exacto en que era todo y nada al mismo tiempo. Después ya no estaba y sólo por eso parecía que toda su existencia se cuestionaba. ¿Qué sería de todo lo que había sido? ¿Habría dejado de existir a la vez? Nunca lo supe. A veces lo recordaba como era justo antes de desvanecerse y nunca me pareció tan brillante como había pensado entonces que era. Todo lo demás, lo de antes de desaparecer era como una historia mal contada: conservaba el argumento, pero los detalles se habían ido disolviendo hasta dejar sólo los huesos. Los huesos de las historias pueden decir mucho, pero raramente dicen nada que importe. Dejé de intentar rescatar todos aquellos detalles perdidos cuando comprendí que jamás los recuperaría intactos. Se habían ido fragmentando en trozos diminutos que, mezclados con el paso del tiempo, dejaban un sabor ácido en mi memoria. Se me hizo raro quedarme con aquella historia famélica y huesuda que ya no me decía nada. El tintineo dejó de brillar y con los años se convirtió en algo así como un parpadeo. Creo que fue entonces cuando pensé que quizás no mereciera la pena escribir historias que estaban condenadas a perderse. Los finales, siempre los finales. Como si el punto que cierra la última frase absorbiera toda la tinta del resto del libro dejándolo en blanco. Libros blancos, de hueso y hambre. Después de aquello sólo pensaba en devorar todos los pequeños detalles con los que me iba encontrando. Aquella sensación terrible de tener siempre el estómago vacío me consumía. Pensé en coserme las tripas, en encogerme hasta ser capaz de saciarme con un simple bocado. Tal vez así podría aprender a conformarme. Tal vez aquello consiguiera que la historia que contaban mis huesos volviera a tener sentido. Pero siempre me dieron miedo las agujas y al final me quedaba con el hilo enredado entre los dedos y la aguja sin enhebrar. Luego todo se volvió confuso. Supongo que aprendí a hacer caldo con mis huesos. O tal vez encontré la manera de calmar el hambre cuando me rugían las tripas. Quizás sólo fuera que acepté que, si quería llenar mi estómago, al final sólo me quedaría con los huesos de otra historia. Huesos blancos, como los libros cuya tinta ha sido absorbida por un punto final.