Auschwitz


Hay algo en los lugares que han conocido de cerca la muerte que no se puede explicar. Lo sentí por primera vez en Hiroshima y volví a sentirlo hace unos días en Auschwitz. Es un silencio. Un silencio que parece ocultarse bajo el sonido. Bajo el ruido de la lluvia al caer. Del viento. De las pisadas de los turistas, de sus murmullos, de las explicaciones de los guías… Un silencio que no se parece a ningún otro. Un silencio que hace estremecer.  Un silencio que acusa una ausencia de sonido. Que pone en evidencia lo que falta, lo que allí se ha perdido. Un silencio que se te clava dentro, que te encoge el estómago. Que te eriza la piel.

Nada de lo que te puedan contar después iguala esa sensación que, más que perseguirte, parece enraizarse en ti. Nada. Ni las miles de maletas vacías que se apilan en una de las habitaciones del campo, con las direcciones y nombres de sus propietarios, como si aún esperasen regresar algún día a ellos. Ni todas esas gafas redondas e idénticas, ciegas ya sin los ojos que un día vistieron. Ni los zapatos amontonados en una inmensa habitación que parece un monumento a tantos pies descalzos que acabaron convertidos en humo. Ni siquiera las casi dos toneladas de cabello humano que se apilan tras el cristal de la última sala, cuya visión te atraviesa como un puñal y te desgarra la boca del estómago sin piedad. El cabello enredado o recogido en minuciosas trenzas que en algún momento los nazis recortaron a los prisioneros para poder venderlos como relleno de colchones o materia prima para hacer fieltro. En la entrada de la sala un cartel prohíbe realizar fotos dentro. No hubiera sido capaz de sostener la cámara. En un instante te derrumbas por dentro, la realidad te golpea: de repente entiendes la magnitud de lo allí acontecido. Y ese silencio cobra sentido. 







Más de 1.300.000 personas fueron enviadas a Auschwitz. Murieron cerca de 1.100.000. A la entrada del campo aún se puede leer “ Arbeit macht frei”.

Treinta



No sé qué será de mí mañana. Supongo que los mismos ojos que hoy me observan desde el espejo me verán despertar, la misma boca que hoy esboza una sonrisa mañana bostezará y estos pies que ahora se descalzan mañana pisarán desnudos el suelo de mi cuarto a la misma hora a la que lo hicieron hoy. Y después me empezará a vestir la treintena. Qué más darán las cifras a estas alturas. Seré yo, la de hoy, la de antes de ayer. La que hace justo un año se enfrentaba a unos veintinueve inciertos, los mismos que hoy se me escurren entre los dedos. Los que amanecieron cubiertos de los pedazos de aquel futuro que se me rompió tras un mal golpe. Poco imaginaba yo que de aquellas ruinas saldrían estos cimientos. Mucho más sólida hoy que entonces, más ubicada. Los veintinueve me trajeron una brújula que parece apuntar siempre a mi sonrisa. Ya entendí que la felicidad consiste en estar en el lugar en el que quieres estar. Y ya. Ese era el secreto: que no eres donde pisas, eres tus pies. Que tu única frontera está en el contorno de tu piel. Por eso ahora me asiento en mí misma y he dejado de tener vértigo desde entonces. Será que ya no me mueve viento ajeno. Será que hice de mis piernas raíces. Que sólo cuando no necesitas que nadie te sostenga puedes empezar a perder el equilibrio en abismos ajenos. Cerrar los ojos, lanzarte al vacío. Saber que los futuros son bellos porque son inciertos y no tratar de hacer con ellos presente. Que los años sólo suman pasado. El ahora no entiende de edades, ni de aniversarios, ni de calendarios. Entiende de experiencia, de recuerdos, de aprendizaje... Entiende que, para ser quien soy ahora, tuve que vivir todo lo que me hizo llegar aquí. A este punto preciso, a este instante justo. Enraizada sobre unos pies que hoy pisan tierra firme y que mañana, quién sabe, tal vez aprendan a volar...