El camino



El año pasado me pasó algo curioso durante un viaje a Roma. Pese a que era la tercera vez que visitaba la ciudad, me perdí de camino al Trastévere. Yo, que soy malísima con los mapas, saqué el que llevaba y me puse a darle vueltas desesperada tratando de ubicarme. Iba caminando al mismo tiempo, tratando de encontrar el nombre de la calle en la que estaba o alguna referencia que ayudara a encontrarme en aquel trozo de papel. Estaba tan concentrada en mi tarea que por poco me choco con una pared. Yo evité el golpe, pero la cámara que llevaba colgada al cuello no. No fue un gran impacto, pero si un pequeño roce que me preocupó. Para descartar que la cosa hubiera ido a mayores, hice un par de fotos. Lo que capturé me gustó, así que guardé el mapa y seguí haciendo fotos. De hecho, me olvidé por completo del mapa, de que estaba perdida y de que iba en busca del Trastévere porque lo que estaba viendo me tenía completamente fascinada. Alguna de las mejores fotos de ese viaje las hice gracias a que me perdí. Si no hubiera guardado el mapa, posiblemente jamás habría hecho aquellas fotos. Lo que intento decir es que a veces estamos tan obcedados en el destino que nos perdemos el viaje. Lo importante no es la meta: lo que perdura en nuestra memoria son los recuerdos que atesoramos mientras la alcanzamos.

Ayer me pasó algo similar. Estuve todo el día de mal humor porque a última hora de la tarde tenía que hacer algo que no me gustaba nada. Me pasé todo el día desganada, sintiéndome víctima de todo lo que me sucedía y con el ceño fruncido. Tuve un día pésimo y a cada minuto empeoraba. Luego llegó lo que llevaba temiendo todo el día. Y no fue tan malo. De hecho, no fue malo en absoluto. Eso me hizo pararme a pensar. Si lo que tanto me había preocupado durante todo el día no había sido tan malo como yo pensaba que sería, ¿podría haber sido aquel día tan sólo un día normal que yo me había empeñado en ver como algo terrible? Y así había sido. Me puse a repasar todo lo que había acontecido a lo largo de la jornada y encontré un montón de cosas positivas que había pasado por alto en mi empeño de hacer del jueves una pesadilla. Me había pasado toda la mañana enfadada con quienes me habían dicho que no, pero no me había alegrado ni un poquito por quienes me habían dicho sí. Yo misma había convertido aquel día en un mal día. Aquel jueves no había sido más que un reflejo de mi estado de ánimo. De hecho, la vida es un reflejo de nuestro estado de ánimo. Lo que nosotros percibimos no es la realidad, es nuestra visión subjetiva de la realidad. Somos como un filtro en la lente de nuestra cámara fotográfica. Nosotros le damos el color a lo que estamos viviendo.

La vida es así. A veces nos perderemos, nos tocará hacer cosas que no nos gustará tener que hacer, nos decepcionaremos, nos romperán el corazón... pero nada de eso debería impedirnos ser conscientes de todo lo bueno que también nos sucederá. Escuchar el clic de nuestra cámara al capturar otro recuerdo porque, al final, los buenos son los que se quedarán con nosotros. Y los malos, bueno, esos se perderán como lágrimas en la lluvia...

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