Cuestión de confianza


Creo que tenía dieciocho o diecinueve años cuando dí una respuesta que me cambió la vida. Lo recuerdo perfectamente: fue un sí. Si algo he aprendido en todos estos años es precisamente eso: que un sí tiene más poder para cambiar las cosas que un no. Un no tienen esa forma de dejarte como estás o, como mucho, de terminar algo. Pero, aunque una cosa acabe, nada nuevo empieza sin un sí. Así que, al final, resulta que tienes mucho más que ganar con una respuesta afirmativa que con una negativa, aunque dé mucho más miedo.

La pregunta era un viaje. Una buena amiga me propuso probar algo diferente. Una locura que acepté con miedo pero con ganas. Una locura que cambió mi forma de entender la vida.

Vivimos en una sociedad desconfiada por naturaleza. Basta encender la televisión para comprobar que el ser humano puede ser realmente perverso. Todo el mundo conoce una historia de alguien a quien engañaron, a quien mintieron, a quien estafaron... ¿Cómo confíar entonces en nuestros semejantes? Recuerdo que cuando se me planteó aquel viaje pensé en esto mismo. ¿Cómo iba a quedarme en casa de un desconocido? ¿Y si nos hacía algo? Luego me paré a pensar. Para esa persona yo también sería una desconocida. De hecho, casi todas las personas que había en mi vida habían sido desconocidas para mí hasta justo un segundo antes de conocernos. ¿Por qué desconocido tenía que implicar necesariamente malo? Yo no era mala persona, ¿por qué presuponía que un desconocido tenía que serlo? Era bastante injusto.

El resultado de aquella experiencia fue altamente satisfactorio. Tanto que, años más tarde, yo pasé a estar al otro lado de la misma. Me convertí en la desconocida que abre sus puertas a un extraño. Y entendí que, más que una forma de viajar, aquello era un ejercicio de confianza.

Confíar en un desconocido no es sencillo. Se juntan tu miedo y el suyo, creando una barrera difícilmente salvable. Hace falta predisposición y ganas por ambas partes para que funcione. Es necesario perder ese miedo y atreverse. Luego ya es cuestión de probabilidades. Puede que te salga mal, pero también es posible que aciertes. La única certeza es que si nunca te atreves, jamás sabrás si podrías haber ganado.

A lo largo de los años me he encontrado con muchas y muy variadas opiniones respecto a esto. Está quien se entusiasma al escucharlo y me pide más información al respecto y, por supuesto, está quien se horroriza y me dice que estoy loca. Sin embargo, a mi nunca me ha importado. Es algo que aplico no sólo a la hora de viajar, sino en mi día a día. A veces se me olvida, pero no suelo tardar demasiado en recordarlo. Al final el balance siempre es positivo. Si no sumo un amigo, sumo una experiencia. Y eso siempre es positivo.

La confianza sin expectativas suele funcionar. La gente que más me ha decepcionado a lo largo de mi vida ha sido aquella de la que esperaba algo que no se ha cumplido. Lo maravilloso de no esperar nada de alguien es que suele sorprenderte para bien con relativa facilidad. Y, lamentablemente, de quien conocemos solemos esperar siempre algo, precisamente por eso, porque creemos conocerles.Pero decepcionarse no es malo, al contrario. De las decepciones aprendemos también qué podemos esperar de alguien y qué no. Las decepciones nos ayudan a conocer a las personas y, a veces, nos ayudan a entender que no podemos mantenerlas en nuestra vida.

Decía Hobbes aquello de de "El hombre es un lobo para el hombre". Yo pienso que, quien se siente lobo, verá lobos en cualquiera que se acerque. Tendemos a reflejar nuestras emociones. Si tenemos miedo y desconfianza, proyectarémos ese mismo sentimiento en los demás. Y eso será lo que recibiremos como respuesta. Somos espejos. Y, aunque como en todo habrá excepciones, la pregunta no deja de ser: ¿cuánto bueno estás dispuesto a perderte por miedo a lo malo? Eso es al final lo que lo resume todo.


No hay comentarios: