¿Qué te haría feliz?


felicidad.
(Del lat. felicĭtas, -ātis).
1. f. Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien.
2. f. Satisfacción, gusto, contento.
3. f. Suerte feliz.


Vamos a hacer un experimento muy simple: te voy a hacer una pregunta. La respuesta debe ser la primera que cruce tu mente. No vale pararse a pensar, no vale reflexionar al respecto. Escribe en un papel lo primero que te venga a la cabeza. 

¿Qué te haría feliz? 

Y ahora lee tu respuesta. ¿Qué has escrito? ¿Una rutina? ¿Un sueño? ¿Un deseo? ¿Un imposible? Dime, eso que has anotado, ¿te hará feliz a largo plazo o sólo un instante? ¿Crees que la felicidad que conseguirías si lo que has escrito en el papel se hiciera realidad sería permanente o, por el contrario, piensas que necesitarías llenar ese papel de ideas para lograr una felicidad ligeramente estable? 

Cambiaré la pregunta: ¿Qué es la felicidad? Según la RAE, la felicidad es el estado de ánimo que se complace en la posesión de un bien. La RAE presupone que la felicidad se basa en poseer algo. ¿Realmente somos más felices cuando tenemos más cosas? 

Una buena amiga se fue hace varios años a vivir a África, recuerdo que cuando volvió por vacaciones estaba fascinada con lo que allí había vivido. Una de las cosas que más llamó su atención era lo felices que eran. "No tienen nada" decía "y, sin embargo, lo tienen todo". Me explicó entonces que había comprendido que la felicidad estaba precisamente en eso: en no anhelar más de lo que se tenía. "Nuestra sociedad está diseñada para mantenernos insatisfechos" aseguraba "nuestra insatisfacción nos hace consumir cosas que no necesitamos porque creemos que eso nos hará felices, pero todo lo que conseguimos es creer ser felices durante cinco minutos"

Si ahora mismo le preguntáramos a un niño que quiere ser de mayor, posiblemente nos diría algo disparatado. Mi sobrina, sin ir más lejos, quiere ser guitarrista o princesa. Tiene seis años y no entiende lo que muchos adultos hemos terminado por interiorizar: hay sueños realistas y sueños inalcanzables. Los adultos descartamos los segundos por sistema, los niños descartan los primeros por aburridos. En su cabeza no cabe la idea de tener que ser de mayores algo diferente a lo que les hace felices. 

Los niños están predispuestos a buscar su felicidad. No tienen una idea preconcebida de lo que debe hacerles felices, eso es algo que aprenden de los adultos. Ningún niño decide por sí mismo que lo que le hará feliz será estudiar una carrera con buenas salidas laborales, firmar una hipoteca o formar una familia. Ese es un pensamiento adulto sobre la felicidad, un pensamiento inculcado por una sociedad que nos enseña que para ser felices debemos tener cosas: trabajo, casa, pareja, hijos, coche, televisión, smartphone... 

Pero, ¿qué pasa cuando ese ideal no se alcanza? ¿Qué sucede cuando no conseguimos todas esas metas que socialmente se encuentran aceptadas como "felicidad"? Se crea un sentimiento de insatisfacción que nos impide disfrutar de lo que sí tenemos. El anhelo por aquello que no hemos logrado nos hace infelices. 

No estamos educados para ser felices. Se nos educa para conseguir una carrera, no una vida. La sociedad actual no valora la felicidad, valora los logros alcanzados. Nadie nos enseña a perseguir nuestros sueños, no se nos alienta a ello. Nada que se salga de lo previamente establecido, nada que rompa los moldes se considera razonable. Como si solo existiera un camino para alcanzar la meta y todo aquel que se atreviera a emprender otro fuera un loco o un ingenuo. 

Por tanto, ¿qué es la felicidad? repito. Nos pasamos la vida entera buscando algo que ni siquiera comprendemos. Tenemos una definición de diccionario y un montón de reglas absurdas que no sirven de nada. Por la red circulan cientos de textos que dicen cosas aleatorias como "bailar bajo la lluvia". ¿Me hace feliz a mí bailar bajo la lluvia? Probablemente no. Bailaré bajo la lluvia cuando sea feliz, si acaso. Pero eso no es felicidad. Eso es un instante. Para tener instantes felices primero hay que ser feliz. Y ser feliz no es un texto plagado de tópicos, no es tener cosas, no es un vídeo de motivación de Youtube. Ser feliz es una actitud. Una forma de entender la vida. Ser feliz es comprender que no necesitas más de lo que tienes y sentirte satisfecho con lo que eres. Eso es ser feliz para mí. Es muy probable que para ti sea otra cosa completamente diferente. Y esa es la clave de todo: la felicidad no es estándar. No se puede definir. No se puede explicar, argumentar, enumerar o enseñar. La felicidad es un compromiso que cada uno adquiere consigo mismo. No debemos ser educados para ser felices, pero sí para ser responsables de nuestra felicidad. Porque, a fin de cuentas, sólo tenemos una vida y qué hacer con ella es cosa nuestra.




  

Born to die

Estoy a quinientos metros de distancia y aún no ha salido el sol. Un ven y lo dejo todo. Te espero en el portal. Pastillas de azúcar para no estornudar. Filosofía de sofá y manta. ¿Cómo definirías tú la felicidad? Ahora me parece una definición bastante correcta. Risas. Puede que algún día eches esto de menos. O no. Puede que tan sólo lo olvides. Dormir contra tu espalda. El frío. Mi cuerpo haciendo un puente contra el tuyo. Un té con clavo y canela, sin azúcar. Un hasta luego. ¿Llegarás puntual? Lo intentaré. Pero miento. Y cinco minutos de retraso tuercen tu boca hacia la derecha. Historias que se cuentan de quince en quince. Personas, minutos, metros cuadrados. Normalidad fingida. Confidencias de boca a oreja. Cruzar en rojo la Gran Vía con tu mano tirando de la mía. Movernos entre los coches como si nos hubiéramos quedado solos. Soltar todo el aire contenido al pisar la acera opuesta. Y reír a carcajadas. Tocarte como sin querer. Bajar por Preciados hasta Sol y ver como te desvías de tu ruta una, dos, tres veces. Y adiós. Ya nos veremos. Sí, sí, claro. O no, quién sabe. Mañana podríamos estar muertos.

'El Paciente' de Juan Gómez-Jurado




Debo que confesar que, cuando leí  la sinopsis de este libro me quedé ligeramente decepcionada. Principalmente porque yo, como supongo muchos otros, esperaba una segunda parte de “La leyenda del ladrón”, una historia que me había cautivado y de la que deseaba saber más pero, también, porque el argumento de “El Paciente” me pareció terriblemente simple. 

Recuerdo perfectamente que pensé que era imposible sacar una buena historia de una premisa así. Pero me equivocaba de punto a punto. Quizás lo que más me haya fascinado de este libro sea precisamente eso: descubrir que no se trata de la historia, sino del escritor. Un buen escritor puede hacer una gran historia partiendo de cualquier cosa y, por suerte para nosotros. JuanGómez-Jurado es un gran ESCRITOR. Así, con mayúsculas, de lo contrario me quedaría corta. 

El Paciente narra la historia del doctor Evans, un brillante neurocirujano, que se enfrentará a un dilema imposible: si su próximo paciente sale con vida de la mesa de operaciones, su hija morirá. 

Pero “El Paciente” tiene mucho más que ofrecer. Empezando por unos personajes de carne y hueso que prácticamente se salen del papel. David Evans, el protagonista de esta novela, es una persona real, con defectos y virtudes como cualquier otro ser humano. No es un héroe ni un villano, tan solo una persona sometida a una situación terriblemente compleja que actúa en consecuencia a la situación que le ha tocado vivir. Esta novela es la primera que este autor narra en primera persona y eso es algo que, bajo mi punto de vista, contribuye a la creación de este personaje. Estar dentro de la cabeza de Evans ayuda al lector a comprenderle y, sobre todo, a empatizar con él. Es fácil ponerse en la piel del neurocirujano y entender de esta manera cada una de sus decisiones. 

El resto de personajes de la trama no son menos importantes. El inquietante señor White y la resolutiva Kate completan este triángulo: tres vértices perfectamente equilibrados que cargan con el peso de la historia de manera majestuosa. La evolución de Gómez-Jurado en la creación de sus personajes es más que notable en este último libro, sobre todo en lo que a personajes femeninos se refiere. Kate, la protagonista femenina de la novela, sigue siendo una mujer fuerte, rasgo típico en este autor, pero esta vez nos encontramos con una mujer más activa y menos reactiva, al contrario de lo que sucedía con Clara en La Leyenda del ladrón.
El hilo argumental principal de la novela, pese a ser el perfecto conductor para todo lo que le sucede a nuestro protagonista, no es ni mucho menos lo único que evoluciona en esta historia. El dilema que se le plantea al doctor Evans va mucho más allá de lo que a priori se nos plantea. A medida que vamos sabiendo más sobre la historia del neurocirujano, vamos comprendiendo hasta qué punto se encuentra en una encrucijada. La moral, la justicia y el amor pasan entonces a cobrar un papel aún más simbólico si cabe.

El ritmo de la narración es absorbente. El dinamismo de la novela es tan brutal que las páginas van pasando sin que en ningún momento sientas la necesidad de apartar la vista del papel o consultar la hora en el reloj. Es como si el tiempo real se detuviera y entrases de lleno dentro de esas 63 frenéticas horas en las que transcurre toda la acción de la historia. 

Como curiosidad, me gustaría comentar que en la presentación de la novela, Juan Gómez-Jurado nos explicó que había asistido a dos operaciones quirúrgicas con el fin de documentarse para esta obra. Contó además con el asesoramiento de un médico, un neurocirujano,  y una anestesista. Esto es algo que se puede apreciar perfectamente en la novela, que se encuentra magistralmente documentada (como viene siendo habitual en las obras de este autor) pero a la vez narrada de manera asequible para el lector no entendido en la materia. Algo que siempre es de agradecer. 

Sin duda, “El Paciente” supone un nuevo cambio de registro para este polifacético autor, capaz de recrear el siglo XVI  al milímetro, transportarnos a la Alemania nazi o zambullirnos en una vertiginosa historia de acción, digna de superproducción de Hollywood.  Y no voy muy desencaminada al decir esto pues los derechos de autor ya han sido vendidos con este fin.



 Si queréis leer los primeros capítulos de este libro, podéis hacerlo aquí. Lo encontraréis a la venta aquí (en papel) y aquí (ebook). Personalmente, os recomiendo que no os perdáis el booktrailer.

La sociedad de la desinformación


Esta mañana leía una noticia en Twitter que, pese a no sorprenderme, si me ha resultado curiosa: tan sólo un 2% de los autores viven de su obra, el 80% ingresa menos de 700 euros anuales por la venta de sus libros. Debido a esto, he mantenido una conversación de lo más interesante que me ha hecho reflexionar sobre un tema: ¿somos responsables de lo que consumimos?

Hay dos tipos de consumidores: los que eligen lo que quieren y los que dejan que sean otros quienes decidan por ellos. Y no hablo solo de literatura, todo lo que consumimos en nuestro día a día puede ser aplicable a esta clasificación, ya sea música, cine, televisión, literatura o incluso restaurantes. Vivimos en una sociedad sobreinformada en la que existe una opinión prefabricada para todo a un solo clic de distancia. Pero, si no queremos hacer tan siquiera este gesto, tampoco hay problema: las grandes empresas del sector ya se encargan de seleccionar lo que debe gustarnos. Lo que se nos ofrece, lo que llega a las estanterías, carteleras o programación televisiva ha sido previamente elegido por otros. Y es solo dentro de su criterio donde se nos permite elegir. Un porcentaje muy pequeño de la oferta real existente. Tan ínfimo que resulta relativamente fácil crear un fenómeno de ventas en él.

¿Es responsable el consumidor de esto? En cierto modo, sí. En una sociedad como la nuestra, la información puede llegar a resultar apabullante. Es necesario, por tanto, acotar de algún modo la búsqueda para hacerla asequible a nuestras capacidades. En un escenario así, el hecho de que se nos entregue una porción de esa información preseleccionada y lista para consumo, equivale a un oasis mental. El consumidor se rinde entonces a lo fácil y deja de buscar. Curiosamente, en una sociedad como la nuestra, el mayor pecado de los consumidores es la desinformación. Aunque esta se produzca por exceso de lo contrario.

Pero, volviendo a la noticia que iniciaba este debate, ¿por qué solo el 2% de los escritores viven de su obra? El primer responsable de que esto suceda es el sector editorial. Un sector que ha dejado manifiesta su escasa intención de apostar por nuevos talentos o tecnologías alternativas. Aunque vamos viendo pequeños avances con los años, lo cierto es que aún queda mucho por hacer y, sobre todo, por mejorar. Pero una editorial no deja de ser una empresa y, como tal, debe velar por sus intereses económicos. Un escritor de betsellers es una apuesta segura mientras que un escritor desconocido supone un riesgo. Y las editoriales actúan en consecuencia, cosa que no se les puede reprochar. A fin de cuentas no deja de ser un negocio. Su finalidad no es la literatura, eso es tan solo un medio para el verdadero fin: hacer dinero.

El segundo responsable es el lector. No voy a entrar a juzgar la piratería ya que considero que es un capítulo aparte, pero está comprobado que el lector se vuelve menos exigente a la hora de descargar libros gratuitos que a la hora de comprarlos. ¿Es entonces el precio lo que nos hace decantarnos por un título u otro? En parte, pero también influye la seguridad. Un libro sobre el que hemos leído buenas críticas, que está respaldado por una gran editorial y, sobre todo, que está firmado por un afamado novelista del que, mejor aún si cabe, hemos leído algún título previo que nos ha gustado tiene todas las papeletas para gustarnos. Resulta, pues, una apuesta segura y, tal como hacen las editoriales, la inmensa mayoría de los lectores acabará decidiéndose por el libro que saben que les va a gustar con mayor facilidad que por el libro que quizás podría gustarles.

Sea como sea, lo cierto es que no existe mercado suficiente para que más de un 2% de los escritores vivan de su obra. La ganancia de unos supondría la pérdida de otros. Y, quizás, esa sea la clave de todo: cuando el sistema funciona para quien tiene que funcionar, no existe necesidad de cambiarlo. Y, quienes desean ese cambio, no disponen de suficiente poder para lograrlo.




Pequeños detalles

"Necesito los pequeños detalles, son el reflejo de cada uno de nosotros. Es lo que echo de menos constantemente. Por eso no se puede reemplazar a nadie, porque todos estamos hechos de pequeños y preciosos detalles. [..] Yo suelo sentirme como un bicho raro, no soy capaz de pasar de una cosa a otra así, sin más. La mayoría de personas, cuando tienen una aventura o una relación larga y rompen, la olvidan. Pasan a otra cosa y olvidan como si nada hubiera pasado. Yo jamás he olvidado a alguien con quien he compartido algo, porque cada persona tiene sus cualidades propias. No se puede reemplazar a nadie, lo que se pierde se pierde. Cada vez que he acabado una relación me afecta muchísimo, jamás me recupero del todo. Por eso pongo mucho cuidado en las relaciones, porque me duelen demasiado. ¡Aunque sea un rollo de una noche! No suelo tenerlos porque echaría de menos las cualidades propias de esa persona."

Antes del atardecer, 2004.





Llevaba todo el día con esta idea en la cabeza, pero creo que no podría expresarlo mejor que Celine. No en vano es mi trilogía preferida.

Ese último segundo


Escúchame, que se me enreda el tiempo en el pelo y no sé dónde me dejé aquel segundo. Aquel último segundo que tenía algo de nosotros aún prendido. Lo perdimos en algún lugar entre los cojines del sofá. Quizás se cayó bajo la cama. Hace demasiado tiempo y yo nunca llevo reloj. Tengo las muñecas vacías de ti. Y me he quedado helada. No sé dónde puse la ropa. Caminar bajo la lluvia desnuda me parecía tan buena idea... pero ahora tengo frío y no encuentro mi paraguas. Puede que esté en alguna de aquellas cajas. No sé, lo he olvidado casi todo. Qué raro, ¿verdad? Yo siempre tenía un detalle a mano. Una dato. Y ahora me cuesta hasta recordar que año era. Imagino que será mi manera de alejarme. Me gusta estar sola y bailar bajo la lluvia. Me hace feliz y, si aún pudiera llorar, no se notaría. Ya no espero que vengas a abrazarme cuando tiemblo. A veces, solo a veces, imagino que desaparezco. Y entonces todo es un poco mejor. Y me voy dejando caer, junto a las gotas de lluvia, deslizándome por la acera hasta colarme en una alcantarilla. Y qué fácil es dejarse llevar por la corriente, no te haces una idea. Qué fácil es cerrar los ojos y olvidarme de ese segundo que no encuentro, ese que, tal vez, se colase por el desagüe de la bañera. No sé, supongo que hace demasiado tiempo que a ninguno de los dos nos importa.


Yo tampoco sé vivir, estoy improvisando


Siempre he tenido la necesidad de tenerlo todo bajo control. No es ningún secreto. Siento un miedo irracional hacia lo desconocido. No me gustan las sorpresas. Lo inesperado. Siempre procurando adelantarme a cualquier contratiempo. Llevarlo todo estudiado de antemano. No dejar nada a la improvisación.

Pero resulta que la vida no se puede planear. La vida solo puede vivirse. Te puedes pasar horas, años colocando tus planes en orden como si de fichas de dominó se tratara, que luego ya verá la vida si te las tumba todas de un golpe. Y, después de eso, no te queda más remedio que improvisar. Ir resolviendo los problemas sobre la marcha. Caminar hacia delante con los ojos vendados.

Es como estar al borde de un acantilado. Tus opciones son volver sobre tus propios pasos o saltar. No sabes lo que te espera si te decides por lo segundo, pero conoces perfectamente lo que hay si decides dar marcha atrás.

El borde de mi acantilado daba miedo, pero no había camino por el que regresar. Mis opciones se habían reducido a quedarme allí parada o saltar. Al principio me quedé quieta. Petrificada. ¿Qué otra cosa podía hacer? Yo nunca había volado antes. ¿Y si no sabía hacerlo? O, lo que es peor, ¿y si no podía? El pánico se apoderó de mi. Quería volver desesperadamente sobre mis pasos, pero ya no había ningún lugar al que regresar. Confesaré que soy una miedosa de manual, pero cuando me ha tocado ser valiente lo he sido siempre de golpe, sin red de seguridad. Sin pararme a pensármelo dos veces.

Así que salté. Con los ojos cerrados y cogiendo carrerilla. Salté porque no me quedaba más remedio y porque algo en mi interior me decía que aquello era lo correcto. Porque nada sucede por casualidad. Porque la valiente que tengo escondida en algún lugar de mi interior tomó las riendas por un instante. Porque perdí el miedo. Así, de golpe. Sin medicinas. 

Desde entonces no tengo nada planeado. Las cosas van pasando, sin más. A veces siento que me falta el aire cuando me paro a pensar que no tengo un plan b, peor, que en realidad no tengo un plan a. Otras me limito a cerrar los ojos y dejarme llevar. Porque he aprendido que los contratiempos pueden ser maravillosos. Que los futuros suelen caerse a la mitad, por lo que es mejor no edificar sobre ellos. Que un sí suele traer más felicidad que un no. Que improvisar puede resultar liberador. Que perder el control de vez en cuando es saludable. Que hay sorpresas agradables y otras que no, pero siempre puedes aprender algo de ambas. Que lo desconocido solo necesita una oportunidad para quitarse ese 'des' de encima. Y, sobre todo, que la vida ya tiene un plan. Es absurdo empeñarte en hacer otros.


En la Terminal


Siempre pensé que estábamos destinados a conocernos. A lo largo de los años pasaron muchas cosas, casualidades sin importancia que terminaban inevitablemente por encontrarnos. A pesar de los kilómetros, a pesar de lo imposible que parecía a priori que dos desconocidos como nosotros pudieran acabar por descubrirse. Pero lo hicimos.

Es fácil saber que necesitas a alguien en tu vida cuando cruza la puerta de la T1 y lo ves ahí, cargado de maletas y solo quieres salir corriendo a abrazarlo. Ese abrazo es fácil. Es lógico. Todo cobra sentido, empapados bajo la lluvia de Madrid. Y luego te paras a pensar que, tal vez, todo hubiera sido diferente si no hubiera habido tantos países de por medio. Pero no. La verdad es que nunca fueron los países. O los kilómetros. El problema era el elefante rosa. A veces preferimos quedarnos encerrados en la habitación con él que salir corriendo con la única persona que se atreve a mencionar su presencia.

Pero el elefante terminó por aplastarme. Y después tuve derecho a una única llamada. Y marqué su número. Porque hay números que, pase lo que pase, sabes que siempre estarán disponibles. Y esa llamada lo cambió todo.

Yo siempre he pensado que hay personas que enriquecen tu vida, personas que la adornan y personas que la completan. Luego están los que la mejoran. Los que te retan. Los que te dicen eso que no quieres oír pero que necesitas escuchar. Porque a veces necesitamos escuchar cosas que dan mucho miedo. A veces necesitamos que alguien coja toda nuestra miseria y la exponga ante nuestras narices punto por punto. Que nos diga que nos ahogamos en un vaso de agua y nos explique por qué. Que también nos recuerde que aquello de lo que nos quejamos no es más que una consecuencia directa de nuestras acciones y que, a menos que queramos seguir cometiendo los mismos errores, tal vez sería más conveniente cambiar de hábitos. Que tal vez no seamos tan buenos como creemos y que siempre existen dos versiones de una misma historia. Que puede que sea más lógico ofrecer lo que se pide que exigir algo que nunca llega. Que el miedo solo nos cubre los pies de cemento y que comprar raíces a plazo fijo jamás fue una buena idea.

A veces necesitas diez años para darte cuenta de algo, a veces solo un email taciturno de extensión poco recomendable. O un abrazo. A veces solo necesitas un abrazo. Y saber que hay alguien escuchando al otro lado de la línea. Que los kilómetros no pueden con ciertas cosas, que ni siquiera el tiempo puede con ellas.  Con dos personas destinadas a conocerse de una u otra manera. Porque, al final, no importa el cómo... solo el por qué.