Manual de instrucciones


Después de leerme el manual de instrucciones, entendí la teoría. En realidad no era tan difícil. La clave estaba en dejar que todo pasara por el filtro del tiempo. Y, si algo caracteriza al tiempo, es que siempre pasa. No es algo que se pueda evitar o provocar, solo tienes que mantenerte ahí, cual palmera, hasta que el tiempo suficiente haya pasado.

Me lo planteé como una falta de alternativas. Lo cierto era que no tenía capacidad de acción posible. Las cosas pasaron por mí como un huracán, dejando mi vida devastada sin que yo hubiera tenido ni por un solo instante la posibilidad de evitarlo. Mi única opción era recoger los restos de todo aquello y empezar de cero. Aceptar que todo lo que había tenido antes de aquello se había esfumado.

Decía mi manual de instrucciones que lo que necesitaba era una meta. Bien, eso era fácil: yo quería ser feliz. Esa era mi meta, así que empecé a trabajar en ella. Tenía claro que la felicidad es una actitud. Nadie puede ser feliz si va por ahí con una cara hasta el suelo y arrastrando los pies, así que me forcé a sonreír. Es inimaginable lo que cuesta sonreír cuando lo único que quieres es llorar. Es como si te cosieras las comisuras de los labios a las mejillas. Al principio duele, pero al final te acabas acostumbrando y hasta se te olvida.

La ventaja de sonreír cuando tu mundo está en ruinas, es que nadie sospecha que aún estás buscando entre los restos del huracán algo que no esté demasiado roto. La gente ve tu sonrisa y entiende que eres feliz, así que te tratan como si realmente lo fueras. Esto consigue lo que yo llamo "el efecto espejo". Básicamente, acabas por sentirte como los demás te visualizan porque es lo que tú mismo has proyectado antes. Al final del día, llegas a casa y te sientes de maravilla. Como si realmente fueras feliz, aunque en realidad no lo seas. La felicidad de verdad no supone un esfuerzo.

Lo siguiente que tuve que hacer fue perder el miedo. Yo había generado una serie de miedos en torno a mi persona que me mantenían atada a la comodidad de mi zona de confort. Pero la zona de confort era ahora la zona cero, así que no me quedaba más remedio que huir de ella. Buscar un nuevo refugio.

Me propuse algo tan sencillo como decir que sí. Nos pasamos la mitad de nuestra vida rechazando cosas y, la mayoría de las veces, ni siquiera tenemos una razón convicente para hacerlo. Así que me dije: "se acabó. Voy a decir que sí. Voy a dejar que la vida me sorprenda. Voy a ver que pasa si me decido a hacer algo que a priori me aterrorice."

Y lo que pasa es que a veces te sale mal. Pero otras te sale muy bien. Y, casi siempre, te ríes en el proceso. O al menos, cuando ya ha pasado. Es más grande el miedo que se tiene que el que se ha perdido. Cambié la palabra fracaso por experiencia y resulta que me salió bien la jugada. Perdí, claro que perdí. Pero también gané y, sobre todo, aprendí. A mi edad. Cuando creía que ya no podía aprender nada. Ya ves.

Y, entre unas cosas y otras,  el tiempo siguió pasando. Me reconstruí. También me conocí. Nunca me había parado a hacerlo antes. Finalmente comprendí  que la felicidad no se vende prefabricada. No puedes montarte una vida ensamblando piezas, por muy perfectas que estas sean. La felicidad hay que trabajarla un poco todos los días. No es algo que vayamos a encontrar en un objeto o en una persona. Es algo que todos tenemos dentro. Supe entonces que, hasta cuando me quedé sin nada, conservé lo más importante: a mí misma. Y no necesité nada más que eso para empezar de cero.

Aún me tambaleo a ratitos y me fallan las rodillas a veces, pero he aprendido a doblarme (que no a romperme). Ahora viajo en caravana porque he entendido que construir sin cimentar primero suele acabar con una casa reducida a escombros. Y ya no busco mi felicidad en otra parte porque por fin comprendo que siempre estuvo dentro de mí. Intento convertirme en todo lo que siempre he buscado porque soy lo único que permanecerá siempre en mi vida. Yo soy mi única constante. También sonrío más, me atrevo el doble y he perdido más de la mitad de mis miedos. A los que quedan los voy domando a ratitos. Y a ratitos también lloro, me doblo en dos y tiemblo muerta de frío. Pero siempre encuentro consuelo en la manta del tiempo. Y, si no, espero a que salga el sol. Porque al final, no importa lo oscura que esté la noche, siempre acaba saliendo.






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