Sólo lo que suma



En el primer borrador de este texto yo lo perdía todo. A fin de cuentas, el resultado no es más que la consecuencia de las operaciones que tú realizas y yo me había limitado a realizar restas. Me quedé desolada. ¡Lo perdía todo! Me lamenté durante días y, después, me paré a pensar que tal vez había cometido algún fallo porque, en el fondo, no me sentía como alguien que lo hubiera perdido todo.

Así que repasé mis cuentas. Había dado tanta importancia a las restas, que me había olvidado por completo de las sumas. Me había olvidad por completo de sumar la parte de mí que había recuperado. Las cosas que por fin me había atrevido a hacer. Todo lo que había aprendido. Sumaba también tres viajes que nunca pensé que haría. Dos locuras que nunca creí que podría cometer. Me restaba un no, pero me sumaba un buen puñado de  síes. A mis dos noches de llanto le sumaba más de cuarenta de risas. Y una que valía por un millón. Una llamada de teléfono capaz de cambiarlo todo. Una nueva forma de ver la vida. Sumaba las cosas que volvieron a mí cuando ya las había dado por perdidas. Las cosas que me atreví a hacer de nuevo. Las noches de verano. Las tardes de invierno. Y las personas, sobre todo sumaban las personas. Porque sí, porque vale que el 2013 me hubiera restado dos, pero me había sumado doce. Y seguían sumando, un año más, los que nunca restaron. Los que volvieron a sumar después de mucho tiempo.

Porque, al final, en la vida te queda sólo lo que suma.  Porque a veces es necesario restar algunas cosas para poder sumar otras. Porque, si analizas el resultado, verás que siempre sale positivo. Y, si no, tal vez solo hayas pasado algo por alto. Perdemos demasiado tiempo lamentando lo que nos resta, tanto que a veces nos olvidamos de todo lo que hemos sumado que, si lo piensas bien, es lo único que de verdad importa. Lo único que nos queda al final de la cuenta. Y no hay forma de perder cuando lo comprendes.

La soledad de los números primos

“Los números primos sólo son exactamente divisibles por 1 y por sí mismos. Ocupan su sitio en la infinita serie de los números naturales y están, como todos los demás, emparedados entre otros dos números, aunque ellos más separados entre sí. Son números solitarios, sospechosos, y por eso encantaban a Mattia, que unas veces pensaba que en esa serie figuraban por error, como perlas ensartadas en un collar, y otras veces que también ellos querrían ser como los demás, números normales y corrientes, y que por alguna razón no podían. Esto último lo pensaba sobre todo por la noche, en ese estado previo al sueño en que la mente produce mil imágenes caóticas y es demasiado débil para engañarse a sí misma.
En primer curso de la universidad había estudiado ciertos números primos más especiales que el resto, y a los que los matemáticos llaman primos gemelos: son parejas de primos sucesivos, o mejor, casi sucesivos, ya que entre ellos siempre hay un número par que les impide ir realmente unidos, como el 11 y el 13, el 17 y el 19, el 41 y el 43. Si se tiene paciencia y se sigue contando, se descubre que dichas parejas aparecen cada vez con menos frecuencia. Lo que encontramos son números primos aislados, como perdidos en ese espacio silenciosos y rítmico hecho de cifras, y uno tiene la angustiosa sensación de que la parejas halladas anteriormente no son sino hechos fortuitos, y que el verdadero destino de los números primos es quedarse solos. Pero cuando, ya cansados de contar, nos disponemos a dejarlo, topamos de pronto con otros dos gemelos estrechamente unidos. Es convencimiento general entre los matemáticos que, por muy atrás que quede la última pareja, siempre acabará apareciendo otra, aunque hasta ese momento nadie pueda predecir donde."



Y así, exactamente así era como se sentía. Como se había sentido siempre. Tratando de ser como los demás pero sabiéndose distinta. Buscando otro número primo pero encontrando simpre en medio uno par. Y, aunque intentaba encajar de algún modo con ellos, al final nunca salía bien. Y acababa de nuevo sola, como sólo saben acabar los números primos. 

Princesas 2.0




Se cansó de jugar a ser princesa. Actualizó su estado de Facebook a "es complicado", vendió el zapato de cristal en eBay y le mandó un Whatsapp al lobo feroz: "¿Nos vemos?". Ahora se pasa las horas comprobando la hora de su última conexión y publicando tuits de desamor mientras mueve con desgana el café que acaba de colgar en Instagram.

Manual de instrucciones


Después de leerme el manual de instrucciones, entendí la teoría. En realidad no era tan difícil. La clave estaba en dejar que todo pasara por el filtro del tiempo. Y, si algo caracteriza al tiempo, es que siempre pasa. No es algo que se pueda evitar o provocar, solo tienes que mantenerte ahí, cual palmera, hasta que el tiempo suficiente haya pasado.

Me lo planteé como una falta de alternativas. Lo cierto era que no tenía capacidad de acción posible. Las cosas pasaron por mí como un huracán, dejando mi vida devastada sin que yo hubiera tenido ni por un solo instante la posibilidad de evitarlo. Mi única opción era recoger los restos de todo aquello y empezar de cero. Aceptar que todo lo que había tenido antes de aquello se había esfumado.

Decía mi manual de instrucciones que lo que necesitaba era una meta. Bien, eso era fácil: yo quería ser feliz. Esa era mi meta, así que empecé a trabajar en ella. Tenía claro que la felicidad es una actitud. Nadie puede ser feliz si va por ahí con una cara hasta el suelo y arrastrando los pies, así que me forcé a sonreír. Es inimaginable lo que cuesta sonreír cuando lo único que quieres es llorar. Es como si te cosieras las comisuras de los labios a las mejillas. Al principio duele, pero al final te acabas acostumbrando y hasta se te olvida.

La ventaja de sonreír cuando tu mundo está en ruinas, es que nadie sospecha que aún estás buscando entre los restos del huracán algo que no esté demasiado roto. La gente ve tu sonrisa y entiende que eres feliz, así que te tratan como si realmente lo fueras. Esto consigue lo que yo llamo "el efecto espejo". Básicamente, acabas por sentirte como los demás te visualizan porque es lo que tú mismo has proyectado antes. Al final del día, llegas a casa y te sientes de maravilla. Como si realmente fueras feliz, aunque en realidad no lo seas. La felicidad de verdad no supone un esfuerzo.

Lo siguiente que tuve que hacer fue perder el miedo. Yo había generado una serie de miedos en torno a mi persona que me mantenían atada a la comodidad de mi zona de confort. Pero la zona de confort era ahora la zona cero, así que no me quedaba más remedio que huir de ella. Buscar un nuevo refugio.

Me propuse algo tan sencillo como decir que sí. Nos pasamos la mitad de nuestra vida rechazando cosas y, la mayoría de las veces, ni siquiera tenemos una razón convicente para hacerlo. Así que me dije: "se acabó. Voy a decir que sí. Voy a dejar que la vida me sorprenda. Voy a ver que pasa si me decido a hacer algo que a priori me aterrorice."

Y lo que pasa es que a veces te sale mal. Pero otras te sale muy bien. Y, casi siempre, te ríes en el proceso. O al menos, cuando ya ha pasado. Es más grande el miedo que se tiene que el que se ha perdido. Cambié la palabra fracaso por experiencia y resulta que me salió bien la jugada. Perdí, claro que perdí. Pero también gané y, sobre todo, aprendí. A mi edad. Cuando creía que ya no podía aprender nada. Ya ves.

Y, entre unas cosas y otras,  el tiempo siguió pasando. Me reconstruí. También me conocí. Nunca me había parado a hacerlo antes. Finalmente comprendí  que la felicidad no se vende prefabricada. No puedes montarte una vida ensamblando piezas, por muy perfectas que estas sean. La felicidad hay que trabajarla un poco todos los días. No es algo que vayamos a encontrar en un objeto o en una persona. Es algo que todos tenemos dentro. Supe entonces que, hasta cuando me quedé sin nada, conservé lo más importante: a mí misma. Y no necesité nada más que eso para empezar de cero.

Aún me tambaleo a ratitos y me fallan las rodillas a veces, pero he aprendido a doblarme (que no a romperme). Ahora viajo en caravana porque he entendido que construir sin cimentar primero suele acabar con una casa reducida a escombros. Y ya no busco mi felicidad en otra parte porque por fin comprendo que siempre estuvo dentro de mí. Intento convertirme en todo lo que siempre he buscado porque soy lo único que permanecerá siempre en mi vida. Yo soy mi única constante. También sonrío más, me atrevo el doble y he perdido más de la mitad de mis miedos. A los que quedan los voy domando a ratitos. Y a ratitos también lloro, me doblo en dos y tiemblo muerta de frío. Pero siempre encuentro consuelo en la manta del tiempo. Y, si no, espero a que salga el sol. Porque al final, no importa lo oscura que esté la noche, siempre acaba saliendo.






Distinto


Con él las cosas solían ser siempre diferentes. Huía de la normalidad. Decía que quería ser distinto pero, en realidad, lo que no quería era ser común. Corriente. Por eso se pasaba la vida esquivando la zona de confort. Procuraba hacerlo todo de la manera difícil. Hasta ir al cine con él era una aventura. Un reto. Le gustaba el riesgo, aseguraba. Había, incluso, encontrado la forma de hacer de ello su profesión. Nunca sabías lo que te ibas a encontrar cuando le encontrabas. Porque, eso sí, a él tenías que encontrarle. Por casualidad o por destino, quién sabe. Lo que sí era seguro era que jamás formaría parte de las citas de tu agenda. Con él todo sucedía, jamás se planeaba. Y siempre sucedía algo.

Huía de las rutinas. De los hábitos. De las costumbres. Solía salir corriendo de los lugares que comenzaban a resultarle familiares. Se alejaba de las personas tan pronto como empezaba a memorizar sus nombres. Cada día algo nuevo, decía. Y prometía con voz firme que él no le tenía miedo a nada.

Entonces llegó ella. Inesperada. Como todo en su vida. O tal vez no. Tal vez se había pasado media vida esperándola. Una vida entera. Y, desde el primer instante, su nombre se grabó en su cabeza. Tanto que, por mucho que corriera, jamás lograba alejarse lo suficiente. Y, a veces, solo  a veces, planeaba la manera de volver a verla. Otras se limitaba a planear la forma de no hacerlo. Porque él, que no tenía miedo a nada, tenía miedo a aquella sensación. La de querer hacer de alguien una rutina. La de querer convertir una boca en costumbre. Pero, sobre todo, tenía miedo a querer ser normal solo por estar a su lado.



Puedes irte, pero no hacerte

Si olvidamos el soniquete de la pandereta y retiramos la capa de caspa, nos queda de este país un lema que, como no podía ser de otro modo, patrocina una conocida marca de embutidos: "Puedes irte, pero no hacerte".

El español se puede ir de España, pero España no se va a ir nunca del español. Esa es nuestra cruz, aunque nos pese. O no. Hay quien se hincha de orgullo al decir que es español. Sobre todo si hay balones de por medio.

Pero ser español implica mucho más que hablar a voces, ser efusivos, dormir la siesta o cerrar los bares de madrugada. Ser español también es contemplar como tu Gobierno permite que la factura de la luz suba un 11% porque, en algún momento de la historia, un presidente con complejo de Dios decidió que había cosas que no podían seguir siendo públicas. Sobre todo si esas cosas generaban dinero y, más aún, si esas cosas eran además indispensables. Porque lo privado es más eficiente, aseguraba mientras repartía las empresas que habíamos construido entre todos con sus amiguetes de toda la vida. Lo que se vendió entonces no fue una compañía eléctrica, telefónica o de gas. No se vendió nada. Se compró. Un futuro para él, los suyos e incluso sus enemigos, que años más tarde aprenderían rápidamente a sacar beneficio de todo aquello.

Así de españoles eran. Porque sí, ser español también implica saber reconocer una oportunidad. Y esta lo era: la oportunidad de enriquecerse a costa del contribuyente. ¡Qué castiza es la corrupción! ¡La picaresca! ¡El nepotismo! No se puede negar lo español que es eso de tengo un sobrino que sería perfecto para este puesto. O, a ver si le echas una mano a la empresa de mi yerno. Y, si todo sale mal, siempre nos quedará la Justicia. Porque, no olvidemos,en este país todos somos iguales ante la ley.

Pero, si algo somos los españoles, es envidiosos. Por darnos, nos da envidia hasta el que nos engaña, el que nos roba, el que nos estafa. ¡Yo también lo haría si pudiera! dicen. Y lo harían. Claro que lo harían.

Eso sí, a fieles no nos gana nadie. Aunque yo diría, más bien, sectarios. Cuando un español se decanta por una ideología, no se le saca ni con verdades. El español no ve más allá de sus razones, aunque las acabe de sacar del argumentario de turno. Aunque ni siquiera las comprenda. Sus ideas son inamovibles, como su voto. El voto español es un acto de fe. O de memoria, más bien.

Por eso, tal vez, los españoles no se van: los españoles huyen. De la vergüenza que este país implica. De no sentirse representados por sus instituciones, por su justicia, por sus gobernantes. De verse contínuamente ninguneados, golpeados, abatidos. De sentir cómo les quitan de las manos todo por lo que sus padres lucharon. Los españoles huyen de una España prostituida, vendida, rota. Los españoles salen corriendo de aquí porque a esta España ya no la reconoce ni la madre que la parió. La hemos convertido en una ramera barata en manos de políticos corruptos e incompetentes, tan cenutrios que no son capaces de evitar salpicarse de mierda en su propio charco. Y, aún así, no hacemos nada. Los que no huyen, permanencen. Y todos contemplamos en silencio como nos lo arrebatan todo, hasta el derecho a quejarnos. ¡Qué español eso de quejarse también!

Y quizás, solo por esto, tengan razón los del choped: podemos irnos, pero no hacernos. No puedes nacionalizarte en la dignidad que nos han robado. Así de triste.


La chica que coleccionaba palabras


Tenía los ojos grises, la voz firme, los labios cortados. Una sonrisa que, con desgana, forzaba a iluminar todo su rostro. A veces parecía evaporarse. A mitad de una frase o de una mentira, no sé, lo cierto es que desaparecía. Sin más. Sin explicaciones. Y te quedabas con cara de tonto mirando su ausencia hasta que, ¡zas! ahí estaba de nuevo. Con una risa fresca y descarada que te hacía caer de espaldas. Como si acabara de llegar. Como si nunca se hubiera ido.

Era rubia, morena o pelirroja. Según cuando la hubieras conocido, de los rayos de sol que hubiera en ese momento o de lo oscura que fuera la noche. Solía recogerse el cabello sobre la nuca, dejando que mechones del mismo cayeran desordenados sobre su rostro. Distraída los retorcía sobre sí mismos mientras, sentada junto a la ventana, veía las gotas de lluvia caer sobre el cristal. A mí me gustaba observarla entonces, cuando sabía que estaba ahí para quedarse. Aunque solo fuera hasta que dejara de llover.

Coleccionaba palabras. Las capturaba con la cámara de fotos para después colgarlas en las paredes de su cuarto. Frases. Fechas. Nombres. Citas. Promesas de amor. Nunca me atreví a preguntar, pero siempre pensé que, de algún modo, trataba de buscarse a sí misma entre todas aquellas palabras. Pero nunca se encontró. Lo sé porque me lo dijo.

-No consigo encontrarme -me confesó un día.

Y, aunque en ese momento quise decirla que se quedara conmigo, lo cierto es que no dije nada. Me limité a ver como se evaporaba una vez más. Y me quedé mirando mis manos, aún llenas de ella, pero vacías a fin de cuentas. Porque nunca me atreví a decir eso, que aún cuando desaparecía seguía estando conmigo. Que, de algún modo, siempre se encontraba en mí. Pero me callé. Y aquella última vez no regresó.

Donde habita el olvido

Y la vida siguió, como siguen las cosas que no tienen mucho sentido,
una vez me contó, un amigo común, que la vio donde habita el olvido... 


Y llegó el frío sin ti. Qué raro atravesar la Gran Vía sin tu mano en mi mano. Con las luces iluminando la oscura noche de Madrid. Sola entre la multitud. Buscando en cada pupila ajena un guiño cómplice, una esperanza. Una nota de calor que haga que esta noche sea menos fría. Pero llegó el frío sin ti. Para quedarse. Ahora me toca meter las manos, siempre heladas, en mis bolsillos. Tropezar con cualquiera que no seas tú. No, eso no volverá a pasar. Ahora soy yo. Y el frío. Y las luces de navidad, las de siempre, aunque me parezcan tan distintas ya. Ahora todo es un poco más raro y, sin embargo, no deja de ser lo de siempre. Y la vida sigue y todo es igual aunque sea completamente diferente.

Te dejé en alguna papelera de Chueca, reducido a cenizas. El olvido se vende caro estos días. Y yo solo quiero desaparecer. Ojalá las cerillas bastaran para quemar esta pena. Este olvido. Qué imposible parece todo. Qué lejano también. Como si perteneciera a otra vida, una que ya no me corresponde.

Y supongo que eso es todo. Nunca tuve mucho más que hacer, ya ves. Seguir caminando, perderme entre la multitud, evaporarme. Llevarme un puñadito de esta pena en los bolsillos, mientras encuentro algún otro lugar en el que echarla. En el que perderte. Quizás cuando haga calor de nuevo. Cuando las calles se vacíen. Y la soledad sea un poco menos fingida. Y no me quede más remedio que dejar de esconderme en donde quiera que sea que habita el olvido.


Inerte

Hay en mi cama una frontera de sábanas frías y almohadones que nunca me atrevo a traspasar. A veces hago de ella trinchera y otras la observo desde la distancia, recordando qué forma tenía cuando era su cuerpo el que se ubicaba en ella. Casi nunca lo consigo. La forma de su cuerpo se fue, como tantas otras cosas, disolviendo en mi memoria.
Lo que si recuerdo, o creo recordar, es que la cama era más estrecha cuando le contenía. Desde que no está, no he sido capaz de encontrar sus límities. Esos por los que antaño siempre me caía. Es ahora mi cama infinita, como nosotros no fuimos. Así de raro.
Entiendo que cuando la cama recupere su tamaño y forma, de él no quedará ya nada. Será entonces mi cama, solo mía, sin trincheras ni fronteras, limitada y recién hecha. Y yo podré, por fin, dormir sin soñarle. Ignorar que mis sábanas alguna vez le atraparon y que no eran tan frías cuando él estaba. Desprenderme de esa pequeña decepción que me asalta cada mañana cuando encuentro en el almohadón un abrazo inerte. Como mi cama será entonces. Despojada de la vida que la dimos. Muerta. Como ese nosotros taciturno que se llevó el alba.

Al final


Tú. Eso es todo lo que quedará al final. El puñado de huesos y carne que te componen. Lo que hayas metido dentro con el paso de los años. Todo lo demás se irá diluyendo. Dejará de ser importante. Lo que creías que sería para siempre pasa a ser un recuerdo intangible que, sí, perdurará en ti... pero no podrás abrazarlo. Ya no. Y todo carecerá de importancia cuando comprendas que, al final, no se trata tanto de lo que es como del momento en el que lo es. El momento lo es todo. Quién eres tú en ese momento exacto. De ese detalle dependerá absolutamente todo. Porque al final solo quedarás tú. La manera en que lo viviste. La forma en que lo recuerdas.

Y, al final, entenderás que solo te debías a ti misma. Que eras la única que sabía cuidarte. Entenderte. Amarte. Se necesita una vida entera para conocer a alguien así. También paciencia.

Verás al final que frente al espejo siempre estuviste tú. Nadie más. Que lo que recibías no era más que tu reflejo en otros. La forma en que te mostrabas. La forma en que te hacías ver. Que eran tuyas las sonrisas y también tuyas las lágrimas. Que nadie las puso jamás sobre tu rostro.

Comprenderás al final que fuiste tú quien perdió esa oportunidad. Quien no pronunció aquella frase. Quien no cumplió aquel sueño. Que los que dijeron que era una locura hace tiempo que marcharon. Que la locura fue no escuchar tu propio instinto.

Que al final no importará tanto lo que otros pensaron de ti porque serás la única que quede para evaluarte. Y solo tú podrás decir si valió la pena. Solo te quedarán tus propios reproches y tus propios elogios. Y al final, siempre al final, entenderás por fin que no estuvo tan mal. Que, de hecho, no pudo haber sido mejor. Porque, al final, todo lo que te sucedió te convirtió en ti. Y eso no puede ser más que perfecto.