Escombros


Lo peor siguen siendo esos días en los que el techo se desploma sin avisar. Y las sonrisas se me caen al suelo y no hay manera de encontrarlas entre tanto escombro. Me suele encontrar la noche, en esos días, caminando a gatas por la casa, tratando de localizar alguna que no esté demasiado rota, cualquiera que pueda llevarme a la cama para que el amanecer no me sorprenda de nuevo desnuda. Porque no hay nada peor que amanecer así de vacía. Es una cosa terrible. Como si mis ojos fueran una presa a punto de desbordarse. Pero no son las lágrimas las que me preocupa, que va. A ellas podría dejarlas salir, si tuviera. Lo malo son los recuerdos. Los recuerdos siguen cosidos a mi memoria y no hay manera alguna de arrojarlos fuera. Se quedan ahí, aletargados y parece que se alegran cuando yo no puedo hacerlo, saltan de golpe y se ponen a dar vueltas por mi cabeza y no se van en todo el día. Y, haga lo que haga, están ahí. Y parece que no se cansan hasta que termino de barrer la casa o recuerdo que guardé una sonrisa de emergencia en algún cajón de la cómoda. Solo entonces parecen aburrirse y vuelven a ese lugar de mi cabeza al que no tengo acceso, ese en el que se conserva intacto todo lo que quiero olvidar y nunca consigo hacerlo. En el que parece no poder entrar nada de lo que necesito recordar y nunca puedo.

Me siento, en esos días, como la muñeca rota que se quedó olvidada al fondo del baúl. Como deben sentirse las cosas que guardamos en los trasteros. O las palabras que no se dicen. O las oportunidades que se pierden. Me siento como si me hubieran quitado un trozo de algo que no consigo ubicar. A veces me quedo sin respiración al pensarlo. Me viene, entonces, toda la tristeza de golpe. Cuando entiendo que no lo puedo ubicar porque no es tangible. Lo otro, lo que pude medir, pesar y contabilizar, se va asimilando. Poco a poco va dejando de doler. Va dejando de importar. Va perdiendo su valor. Pero esto. Esto es otra cosa. No es nada y lo es todo. Es lo que yo era. Lo que creía que sería. Es esa parte de mí que creía en los finales felices. La que confiaba en las personas. La que se sentía segura. La que se enamoraba dos veces al día de la misma persona de la que se había enamorado años antes. La que no guardaba palabras, la que no entregaba silencios. La que no conocía el rencor, el odio, la rabia. Todo eso que ya no encuentro. Todo lo que se ha convertido en cinismo, en ironía, en inseguridad, en furia. Y me caigo al suelo de rodillas al entenderlo. Que al final, de todo, lo peor fue eso. Perderme. Y por eso el techo se sigue desplomando algún que otro día. Y por eso tengo que esconder sonrisas de emergencia en el cajón de la cómoda. Aunque a veces ni así consiga encontrarlas. Aunque a veces amanezca tan vacía que no sepa ni cómo empezar a llenarme de nuevo.

1 comentario:

Pedalier dijo...

Durísimo texto. Si una cosa se consigue con los años es entereza para afrontar momentos duros. Aunque el reverso de ello es volverse más escéptico, más ingenuo o por qué no decirlo, menos feliz.

Las decepciones crean una coraza con la que consigues sobrevivir a las adversidades pero a la vez pierdes un trocito de inocencia.

Me estoy poniendo al día con tu blog. Cuántas historias interesantes me he estado perdiendo.

Nos leemos.