Al fin del mundo


Qué fácil hubiera sido seguirte al fin del mundo. Habría cogido cualquier avión que me hubieras pedido solo para poder verte sonreír también a 30000 pies de altura. Por verte aterrizar, entre feliz y cansada, en cualquier lugar ajeno a nosotros.

Hubiera llenado mi maleta de cualquier cosa si así lo hubieras querido. De nada, de todo. ¿Qué podía importar el equipaje si el viaje era contigo? Hasta con los bolsillos vacíos hubiera viajado a tu lado, sabiendo tan solo que estarían llenos con tus manos congeladas cuando me abrazaras por la espalda.

Habría accedido a acompañarte a cualquier lugar que hubieras podido señalar aleatoriamente en el mapa lleno de chinchetas que tenías colgado en la pared del dormitorio. Así, sin dudas hubiera ido a cualquier ciudad de cualquier país que tú hubieras elegido a ciegas. Con los ojos cerrados te había seguido antes ya, poco más que a ti podía ver cuando estabas cerca.

Habría podido despertar cada mañana en cualquier cama extraña de cualquier motel barato solo para poder verte, si así lo hubieras deseado. Con el pelo revuelto y la marca de la almohada en la mejilla izquierda, esa media sonrisa somnolienta que te esforzabas por regalarme cada mañana. Hubiera podido acostumbrarme hasta a la soledad de sentirme un forastero en tierra extraña a cambio de disfrutarte esos treinta segundos cada día.

Y qué fácil hubiera sido todo, contigo.

Pero tú nunca me pediste nada. Y yo me quedé en tierra.

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