Las Delicias



-          Tendríamos que haber ido a Torrevieja – repite Carmen, mi mujer, una vez más. – Lupe, la de Juanjo, ha alquilado un apartamento en primera línea de playa por cuatro perras. En una urbanización con piscina y pista de pádel.
-          Pero si tú no sabes jugar al pádel – respondo sin pensar.
-          ¡Pues claro que no sé! – exclama Carmen - ¡Si nunca me llevas a hacer nada! Todo el día tirado en el sofá, ¿cómo voy a aprender a jugar al pádel así? ¡Ni al cine me llevas, Paco! ¡Ni al cine!

Me muerdo la lengua para no responder.  Sé que, diga lo que diga, esta conversación no puede acabar bien. La mejor estrategia para discutir con mi mujer es callar y asentir.

-          ¿Cuánto queda papá? – interrumpe desde el asiento de atrás Fran, mi hijo pequeño.

Miro la carretera, pero no hay ningún cartel a la vista. Si Carmen me hubiera regalado por Navidad un GPS en lugar de aquella afeitadora eléctrica, yo sabría exactamente el tiempo que nos quedaba para llegar y no tendría la cabeza llena de trasquilones. El dineral que según Carmen nos habíamos ahorrado ya en peluqueros me lo había gastado yo con creces en gorras.

-          Media hora – contesto al ver, por fin, un cartel a mano derecha.
-          ¡Vaya rollo! – protesta. Su hermana, que hasta el momento no ha despegado la mirada de su teléfono móvil, asiente con la cabeza.
-          Espero que haya cobertura al menos – se limita a decir.

Mi mujer se dispone a responder pero yo me adelanto y subo al máximo el volumen de la radio. Suena una de esas estridentes canciones que solo se escuchan en verano. La detesto, pero cualquier cosa es mejor que seguir oyendo las bondades de Torrevieja.

Tardamos en llegar a nuestro destino cuarenta minutos más. La mayor parte del tiempo en silencio, salvo algún mensaje pitando en el móvil de Laura o algún gruñido por parte de su hermano. Mi mujer, sorprendentemente callada, se ha entretenido cambiando de emisora en la radio y revolviendo la guantera en busca de algún CD para probar si es cierto que el reproductor no funciona.

Cuando las letras azules del Camping Las Delicias aparecen ante mí, no puedo contener la emoción. Está todo tal como lo recordaba, pese a llevar más de treinta años sin venir por aquí. Sabía que habían cambiado de dueños y me temía que lo hubieran convertido en uno de esos lugares modernos de ahora, en los que más que en un camping parece que estés en un hotel. Pero no, Las Delicias sigue teniendo esa esencia que tanto disfruté en mi infancia. Enormes hileras de caravanas en la parte derecha y tiendas de campaña nos dan la bienvenida. Los caminos de tierra se encuentran rodeados de árboles y, al final del sendero principal, se adivina el recinto del merendero con sus barbacoas y sus mesas de madera. Sonrío satisfecho y detengo el vehículo junto a la caseta de entrada.

-          ¡Buenos días! – saludo al tipo que nos recibe – Francisco Gómez, llamé por teléfono hace un par de días.
-          Sí, ya veo – sonríe dejando ver una fila de dientes grises y desordenados – La caravana de los Villena, ¿cierto?
-          Eso es – respondo. Martín Villena, un compañero de trabajo, nos había ofrecido su caravana para pasar el mes de Julio.
-          Perfecto – me entrega una hoja de papel – Ahí tiene apuntada toda la información sobre el camping. Su caravana es la blanca del tercer pasillo, lado izquierdo, cuarta posición. La encontrarán sin problemas.

Cojo la hoja y le doy las gracias. Luego pongo en marcha el motor y entramos en el camping. Por el retrovisor, me parece ver como el tipo de la entrada se relame.

Para ser sinceros, apenas conocía a Villena. Me lo había encontrado el mes pasado, en la sala de fotocopias. Era uno de los de arriba. No sabía cuál era exactamente su puesto, pero sabía que era un pez gordo dentro de la empresa. Por eso, me chocó verle fotocopiando sus propios papeles, aunque no dije nada. Estaba esperando a que terminara cuando me llamó Carmen para hablarme de no sé qué apartamento en Torrevieja que había  visto que se alquilaba. Le dije que no podía hablar y colgué de inmediato.

-          ¿Buscando un lugar donde pasar las vacaciones? – preguntó.
-          Sí – respondí tímidamente, pues sabía que era inapropiado responder llamadas personales en horas de trabajo.
-          ¿Ha estado alguna vez de camping? – inquirió Villena.
-          Sí – sonreí al recordarlo – De pequeño solía ir a un pequeño camping, Las Delicias, cerca de la costa.
-          ¿Las Delicias? – respondió sorprendido - ¡Esa sí que es buena! – le miré sin comprender – Mi mujer y yo tenemos una caravana allí, vamos a veces, cuando tenemos hambre… ya me entiende – me guiñó el ojo.
-          ¿Hambre? – repetí – Bueno, la última vez que fui tenía once años, no recuerdo si se comía bien allí.
-          Hambre de naturaleza – se corrigió a sí mismo – Aunque las paellas de Manolo son de lo mejorcito de la zona. Si fuiste hace tanto, no las habrás probado. El camping cambió de propietarios hace veinte años. – de repente, se le iluminó la mirada - ¿Sabes? Deberíais ir a nuestra caravana. Nosotros casi nunca vamos en verano y nos vendría bien que alguien le echara un ojo a aquello. ¿Tienes hijos?
-          Sí, un niño de doce años y una niña de catorce – contesté.
-          Tierna edad – dijo con un extraño tono de voz – No se hable más, ¿cuándo tienes las vacaciones?
-          Julio – respondí – todo el mes.
-          Pues mañana mismo llamo a Las Delicias y les digo que vas – sonrió – Esta semana te hago llegar las llaves de la caravana sin falta.

Creí que todo se quedaría en palabras pero me equivoqué. Dos días más tarde encontré sobre mi mesa un sobre blanco con las llaves de la caravana y las instrucciones para llegar al camping. Y, aunque mi familia no se entusiasmó con la idea, conseguí  convencerles para que fuéramos a Las Delicias finalmente.

La caravana de Villena es  impresionante. No es que yo entienda  mucho de caravanas, pero basta verla para saber que no se trata de un vehículo barato. Tiene una pequeña sala a la entrada con una mesa y dos bancos en los laterales. Cocina completa, con vitrocerámica, horno, frigorífico y hasta lavavajillas. Un pequeño baño con retrete y ducha frente a la cocina y, al final del habitáculo, dos zonas separadas por un panel corredizo que llevan a dos dormitorios idénticos situados uno sobre el otro. También cuenta con un armario de gran tamaño en la zona delantera en el que procedemos a dejar nuestras pertenencias.

Los niños escogen la cama de arriba, Carmen y yo nos quedamos con la de abajo. Luego mi mujer se dedica a inspeccionar la cocina, yo a sintonizar la TV, Laura a buscar cobertura para su teléfono y Fran se pone el bañador para ir en busca de la piscina.

-          ¿Te gusta? – le pregunto por fin, a Carmen.
-          No está mal – contesta con fingida despreocupación. – Aunque no tienen pista de pádel.

Dándola por imposible, me siento en uno de los bancos y me pongo a ver las carreras. No soy muy aficionado a las carreras de coches ni a los deportes  en general, pero hace tiempo descubrí que podía ignorar a Carmen sin que se molestase cuando las estaba viendo y, además, era una manera fácil de tener algo que comentar los lunes en la oficina.

No sé cuánto tiempo pasa ni dónde están mis hijos, he debido de quedarme dormido en el banco porque el cuello me duele una barbaridad. Apago la televisión, donde ya ha comenzado el informativo, y salgo de la caravana.

-          ¡Mira, Paco! – me llama Carmen – Estos son  Jordi y Miren, de caravana azul de ahí al lado. Nos han preparado un poco de pollo para darnos la bienvenida.

Carmen sostiene una enorme cazuela entre sus manos que me da de inmediato para que la ponga a calentar al fuego. A su lado, una pareja algo mayor que nosotros, sonríe cordialmente. Les devuelvo la sonrisa y vuelvo a entrar en la caravana para dejar la cazuela dentro. Carmen llega unos segundos después.

-          ¿Qué te parece? – me pregunta, aunque no me da tiempo para contestar – Ahora nos tendremos que comer el pollo, ¡con lo poco que me gusta a mí el pollo!
-          Pero si te encanta – interrumpo.
-          Sí, pero no cualquier pollo, Paco – me corrige – Que es muy difícil que el pollo salga bueno.

Me encojo de hombros. La verdad es que el pollo de Carmen no me entusiasma. No es muy buena cocinera que se diga, aunque siempre presume  de serlo. La cazuela, por su parte, ha comenzado a calentarse y desprende un olor muy agradable.

-          Tengo hambre, mamá – Fran acaba de volver a la caravana. Está empapado y pone el suelo perdido. Su madre le regaña, le da una toalla y friega rápidamente el charco de agua que se ha formado a sus pies.
-          Vete a buscar a tu hermana – dice.
-          ¡Ha salido de camping! – protesta. – Decía que aquí no había cobertura suficiente para hablar con su novio.
-          Bueno pues te vas a buscarla – insiste su madre – Os quiero a los dos aquí en diez minutos.

Quince minutos más tarde, la familia al completo está reunida. Fran protestando porque ha tenido que ir muy lejos para buscar a su hermana, Laura quejándose porque en el camping no hay cobertura y Carmen porque la vitrocerámica apenas calienta. Sirve el pollo refunfuñando algo de lo que solo entiendo con claridad la palabra Torrevieja.

-          ¡Qué rico estaba el pollo, mamá! – exclama Fran al terminar. Es la primera vez que no se ha dejado absolutamente nada en el plato.
-          Sí, muy bueno – coincide Laura.

Yo me callo porque noto como la cara de mi mujer empieza a enrojecer de rabia por instantes. Decido que lo mejor es no decir nada al respecto y, en un intento de suavizar la situación, me dejo un trozo de carne en el plato.

-          A mí me ha resultado un poco pesado – miento.
-          Sí, la salsa estaba demasiado densa – matiza Carmen mientras, avergonzada, deja el trozo de pan que había cogido para mojar.

Después de recoger la mesa, me acerco a llevarles la cazuela limpia a los vecinos. Jordi es un tipo de unos cincuenta años, pero atlético. Miren, su mujer, es alta y voluminosa. Me invitan a pasar de inmediato. Su caravana es algo más pequeña que la nuestra y bastante más antigua, me explican que llevan años viniendo a Las Delicias y que conocen muy bien a Villena.

-          Estoy muy agradecido por su invitación – comento
-          Agradecidos deberíamos estarle nosotros – sonríe Miren de una manera un tanto extraña.
-          Esta noche podemos cenar los seis en el bar de Manolo – dice Jordi de inmediato – Hace una paella estupenda. ¡Nosotros invitamos!

Intento decirles que no, que después de habernos invitado a comer, lo mínimo es que paguemos la cena. Pero insisten tanto que al final acepto. Cenaremos en el bar de Manolo los seis, paella de marisco. Aunque la paella no me entusiasme y menos aún para cenar,

-          Podrías haberle dicho que cenábamos aquí – me riñe Carmen – He traído boquerones en vinagre y empanada.

Pero los boquerones en vinagre de Carmen se quedan olvidados en el frigorífico. Cada día nos surge una invitación diferente a comer. Guadalupe, la viuda de la primera caravana, nos  trae una bolsa de rosquillas caseras para desayunar. Manolo el de bar y su mujer nos invitan a comer arroz con bogavante. Pili y Mario, de la caravana verde que hay al final del pasillo, nos traen una fuente enorme de macarrones con queso. Y así, día tras día, los habitantes de Las Delicias nos ofrecen una degustación de sus mejores platos. Hasta Uri, el tipo de los dientes torcidos que nos recibió el primer día, nos trae un poco de morcilla y longaniza que se trajo de su pueblo.

-          Me estoy poniendo como una vaca – protesta Carmen mientras da buena cuenta de su bocata de morcilla.
-          Es la novedad, mujer – respondo – En los campings la gente convive como si de una gran familia se tratara, solo intentan ser amables.

Pero ni yo mismo me lo creo. No consigo recordar ni una sola imagen de mi infancia en la que los vecinos se presentasen en nuestra caravana con un guiso. De hecho, lo que si recuerdo con bastante nitidez es a mi madre protestando porque no me acababa las lentejas que llevaba toda la mañana preparando.

Fran también ha engordado bastante. Ha salido su madre, enseguida empiezan a engordar. Laura, sin embargo, se mantiene en su peso. Apenas se está quieta en la mesa. Los diez minutos que aguanta comiendo son casi un suplicio para ella. Termina siempre antes de que los demás hayamos empezado y se levanta como un rayo, teléfono móvil en manos, para irse corriendo en busca de cobertura.

Yo he cogido un par de kilos, pero nada que me preocupe. Con mi edad y mi figura, no aspiro a ser modelo de calzoncillos. Mientras me siga sirviendo la ropa, me conformo.

Los días transcurren tranquilos aquí. La gente es muy amable y se desviven por hacernos sentir cómodos. El otro día, por ejemplo, Guadalupe me ayudó a echarme crema por la espalda.

-          ¡No nos gustaría que te quemases! – dijo. Y todos los presentes se rieron entre dientes con la ocurrencia.

No termino de captar su sentido del humor pero supongo que se debe a que son una comunidad que está muy unida. La mayoría de ellos llevan viniendo a Las Delicias desde que cambió de propietario. He notado que casi todos son adultos, no hay ningún niño más salvo Guille, el hijo de Uri. Tiene más o menos la edad de Fran y se pasan el día jugando juntos en la piscina. El resto de los que allí se encuentran son personas mayores sin hijos que tienen allí fijas sus caravanas. Aquí nadie acampa en tienda. De hecho, las tiendas que vimos el primer día se encuentran vacías. Uri me dijo que las tenían en régimen de alquiler, aunque aún no ha venido nadie nuevo desde que llegamos nosotros, hace ya casi un mes.

Carmen ya apenas menciona Torrevieja. El otro día hasta comentó que no le importaría tener una caravana propia. Ha hecho buenas migas con Miren y se pasan el día cotorreando al borde de la piscina. Se han intercambiado incluso la receta del pollo en salsa. Ya casi no se queja de que cocinen por ella, ha aceptado de buena gana estas vacaciones tan completas y se limita a dar cuenta de la comida que llega a sus manos. Por mucho que lo niegue, Carmen siempre ha sido más de comer que de cocinar, lo sabré yo.

Por desgracia, esta noche es la última que pasamos en el camping. Mañana por la tarde regresamos a casa, después de la barbacoa que van a montar para nosotros a modo de despedida. Nos da mucha pena dejar esto, pero el lunes empiezo a trabajar de nuevo y no nos queda más remedio. Ya he hablado con Uri para volver el año que viene. Tal vez alquilemos una tienda para cuatro.

Ayer intenté llamar a Villena para darle las gracias de nuevo y contarle lo bien que lo habíamos pasado. Tuve que salir del camping y caminar casi un kilómetro para encontrar cobertura, Laura me acompañó. Llamé a su oficina pero me dijeron que no estaba, que había ido a pasar unos días al camping. Intenté responder, pero la llamada se cortó. Supuse que había sido una equivocación por parte de su secretaria y no le di mayor importancia.

Sé que debería estar durmiendo, pero no lo consigo. Carmen, sin embargo, está roncando desde hace rato ya en la cama. Me levanto sin hacer ruido y salgo de la caravana. Me siento en las escaleras, bajo el cielo estrellado. El sonido del viento agitando las hojas de los árboles y de los grillos que se ocultan entre ellos me atrapa de inmediato.

Me quedó así un rato, hasta que empieza a entrarme sueño. Es entonces cuando me levanto y lo veo.  Una luz al final del camino, parece una llama. Curioso, me posiciono en mitad del pasillo, tratando de identificar su origen. No consigo ver nada, está demasiado lejos,  aunque estoy casi seguro de que es un fuego. Preocupado por si pudiera tratarse de un incendio, cojo una de las toallas que hay tendidas y me dirijo hacia él.

Pero lo que veo no es un incendio. Es un fuego, sí, pero controlado. Controlado concretamente por todos nuestros vecinos. Miren, Jordi, Guadalupe, Pili, Mario, Uri… Están situados en torno a una gran hoguera sobre la que han colocado una inmensa parrilla. Me quedo estupefacto ante la imagen.

-          ¿Alguien ha pedido comida para llevar? – dice una voz a mi espalda. Todos ríen.

Me giro y veo que se trata de Manolo. Lleva puesto su delantal y sostiene en la mano un cuchillo de trinchar. La imagen me asusta. Hay algo en la cara de mis vecinos que me inquieta. Me miran diferente, algunos se relamen los labios instintivamente al hacerlo.

-          ¿Qué es esto? – me atrevo a preguntar finalmente.
-          Esto – responde Uri – es una barbacoa.

Trago saliva. La gente empieza a agolparse a mí alrededor. Pienso que no podría huir aunque quisiera y eso me hace estremecer. Ni siquiera sé porqué estoy pensando en huir. Es como si mi cuerpo supiese algo que mi cabeza aún no ha sido capaz de comprender. Solo sé que siento unos deseos enormes de echar a correr, pero estoy atrapado entre la multitud.

-          Me pido el muslo – dice Guadalupe – A mi edad una no puede masticar la carne si está muy dura y éste parece estar blandito.

Me pellizca la pierna y yo aparto su mano de un manotazo. Me doy cuenta entonces de que ni siquiera me he puesto una camiseta. Estoy en calzoncillos y descalzo.

-          ¿De qué habla? – le pregunto a Jordi - ¿Qué vais a hacer?
-          Vamos a comeros, por supuesto – responde con tranquilidad.

No me da tiempo a decir nada más. Cuatro manos me sujetan por la espalda y otras dos me agarran cada pierna. En apenas unos segundos, estoy atado a una inmensa parrilla metálica. Grito con todas mis fuerzas intentando alertar a Carmen, pero es inútil. Veo como la traen y la atan a mi lado.

-          ¿Y mis hijos? – no para de gritar ella.
-          El crío está con mi chico – contesta Uri – aún no está maduro. A la niña no la encontramos.

Respiro aliviado, con un poco de suerte Laura estará llamando por teléfono y avisará a la policía al oír nuestros gritos. Me esfuerzo, esperanzado, en llamarla tan alto como me permite la voz.  Carmen parece leer mi pensamiento y se suma de inmediato a mis gritos.

-          No servirá de nada – me avisa Guadalupe – Todos gritan.

Me señala con la mirada el pasillo lleno de tiendas de campaña vacías. Entonces lo comprendo. No somos los primeros. El miedo ahoga mis gritos. Estoy aterrado.

-          Francisco, querido amigo – Villena se hace paso entre la multitud - ¡Qué gusto verte!

Villena. Él nos tendió la trampa. Nos trajo aquí sabiendo lo que sucedería con nosotros. Seguramente ya se haya encargado de que en la oficina no me echen de menos.

-          ¿Por qué? – no puedo parar de llorar.
-          Porque era una oportunidad única – responde – Me pareciste delicioso desde el primer momento y, no te ofendas, después del trabajo que han hecho contigo estás aún más apetecible.

Nos habían estado cebando. Durante aquel mes, habíamos sido su ganado. Nos habían cuidado y alimentado para poder darse un banquete a nuestra costa. Me sentí desfallecer. Ahora cada palabra, cada broma cobraba sentido. ¿Cómo había podido estar tan ciego?

-          ¿Empezamos ya? – pregunta Manolo.

Todos asienten. Entre cuatro hombres, cogen la parrilla en la que estoy atado y la acercan al fuego. Noto como las llamas abrasan mi piel y grito de dolor. Miro a Carmen por última vez, grita desesperadamente. No puedo escucharla, pero intento leer sus labios. Me parece que dice “tendríamos que haber ido a Torrevieja”.









































2 comentarios:

Pugliesino dijo...

¡Una delicia leerlo! :)

Y un jardín de las delicias, a lo Bosco, puede ser ese idílico lugar en donde transcurre la historia. Un escenario cuya calma no deja entrever el terror que esconde, y bien podría pertenecer a este género tu relato, pero encierra creo mucho mas, como es la destrucción de ese mundo que esa familia, como tantas de este país, representa, ajena al control que al que son sometidas y manipuladas.
Nos están devorando recortándonos poco a poco, y ¿quién iba a detenerse ante unos gritos desesperados? Hay que evitar los problemas.
Pero ella tenía razón, debían haber ido a Torrevieja :)

nerear47 dijo...

Oh que genial, es un relato o viene de una historia? Un besazo enorme :)