Confesión

Lo confieso: a mí nunca me había interesado la política. Siempre he sido más de libros que de periódicos y soy más de charlar a la hora de la comida que de ver la televisión. Hasta hace relativamente poco, desconocía por completo quienes eran nuestros gobernantes. Iba a votar, eso sí, puntualmente cada cuatro años [en España]. Lo hacía desde el desconocimiento. Sin haberme leído ni un solo programa electoral, sin saber que rostros se ocultaban tras esos nombres que tan aleatoriamente introducía en el sobre antes de introducirlo en la urna. Carecía por completo de ideología política.

Reconozco que no me siento orgullosa de ello. Mi desinterés constituía una completa falta de respeto hacía la democracia pero, por supuesto, yo aquello no lo sabía entonces. Había nacido y crecido en democracia. Asumía que cada uno de los derechos de los que disfrutaba había estado siempre ahí. Yo jamás había tenido que luchar por nada. La democracia para mí no era un logro conseguido tras años de lucha. La democracia, a mis ojos, era el estado natural de las cosas.

Pero me equivocaba, obviamente. Lo bueno de la ignorancia es que te evita preocupaciones. Lo malo es que, cuando el velo que pone ante tus ojos cae, la información puede resultar abrumadora.


Así empieza mi artículo para VozEd. Podéis leerlo completo aquí.

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