Finales alternativos

-Te estaba esperando.

La chica que ha pronunciado la frase le mira fijamente a los ojos, sin parpadear. La observa detenidamente. Morena, bajita, pecosa… una chica normal pero a la que, sin duda, recordaría. No, no la conoce. Tiene que ser un error.

- Sí, te lo digo a ti – dice sin apartar la mirada de él – Llegas más tarde de lo que esperaba.
- ¿Te conozco? – Se atreve a preguntar por fin.
- No de la manera habitual – responde ella divertida y empieza a caminar - ¡Vamos! Si no nos damos prisa, se estropeará todo otra vez.
- ¿Dónde vamos? – pregunta él, siguiéndola instintivamente.

Ella no responde. Empieza a caminar calle abajo, comprobando cada poco tiempo que él la sigue. Parece divertida con la situación pero, a la vez, preocupada por el famoso retraso. No deja de mirar el reloj.

- ¿De qué va todo esto? – protesta él de nuevo, cansado de caminar tan deprisa.
- Estoy arreglando el futuro – dice ella sin detenerse- Para que dentro de tres meses no tengamos que lamentar que hoy te hayas retrasado.
- ¿Qué quieres decir? – empieza a pensar que la chica está loca - ¿Cómo sabes dónde trabajo?

Se acaba de dar cuenta. Lleva todo el camino tan pendiente de ella que apenas se había percatado, pero están recorriendo el mismo camino que él hace cada mañana para ir a trabajar. Solo que tres veces más rápido.

- No te detengas – ordena la chica, anticipándose a sus pensamientos – Lo vas a entender todo enseguida. No lo eches a perder.

Y lo dice con tanta sinceridad, que no puede evitar creerla y obedecer sin rechistar sus indicaciones. Apresura el paso y se pone junto a la chica. Ahora que conoce el camino, al menos se siente algo más seguro.

- Ya estamos – dice ella – Lo has hecho muy bien, aún nos queda un minuto cuarenta y dos segundos.
- ¿Para qué?
- Escucha atentamente y haz exactamente lo que te voy a decir. ¿Ves ese paso de cebra? – Él asiente con la cabeza – Lo voy a cruzar dentro de – mira el reloj – un minuto treinta y nueve segundos. Cuando me veas aparecer, tienes que pararme. Haz lo que tengas que hacer, pero impide que cruce la calle, ¿lo has entendido?
- Creo que estás loca – responde él – Pero si tan importante es para ti, lo haré.
- Lo es – dice ella totalmente seria. – Recuerda: no debes dejarme cruzar.

Él mira un instante el paso de peatones y, cuando vuelve a buscarla, ella ya no está. Consulta su reloj, apenas quedan unos segundos, así que se acerca al paso de peatones con desconfianza.

Justo en el momento anunciado, ella aparece a su lado. Se ha cambiado de ropa y de peinado, apenas parece la misma.

- No puedes cruzar la calle – dice riéndose.
- Perdona, ¿te conozco? – dice ella.
- Sí, bueno, tú… - empieza a decir él, muy contrariado.
- No sé quién eres, pero déjame en paz – corta ella – Tengo prisa.

Entonces el semáforo se pone en verde y ella empieza a cruzar la calle. Él, sin saber qué hacer para detenerla, la coge del brazo. Ella le mira ofendida. Está a punto de empezar a gritarle, así que en un acto reflejo, él la besa.

Justo en ese instante un coche se salta a toda velocidad el semáforo en rojo.

Y, en algún lugar escondido, el destino se quita su disfraz y sonríe satisfecho. Le encantan los finales alternativos.

Alba

A veces llegaban visitantes que afluían como restos de un naufragio llevados hasta aguas tranquilas. Mamá los acomodaba en nuestra habitación, que había acondicionado como sala de espera mientras nosotros, no tan niños por aquella época, dormíamos todos juntos en el desván pero, si quiero contar esta historia bien, debería empezarla por el principio…
Me llamaron Gilberto porque el padre del padre de mi madre se llamaba así. Tuve la desgracia de ser el único varón de sus descendientes así que, como premio, me tocó en suerte heredar su nombre. De su fortuna ya se hicieron cargo sus hijas.
A mí nunca me gustó mi nombre, ni a mí, ni a ninguna de las personas que llegó a conocerme… por eso, todo el mundo buscaba motes o abreviaturas que les evitasen tener que pronunciar mi nombre completo. Mi preferida siempre fue Ilbe. Así me llamaba Alba y así me sigo presentando hoy día.
Sin embargo, esta historia no empieza conmigo. Tampoco empieza con Susana, Erica o Juliana, mis hermanas. Esta historia empieza con una familia que empieza a ser numerosa, viviendo en una casa que se cae a pedazos y un padre que se acaba de quedar sin trabajo.
Así estaban las cosas el día que mi madre nos anunció a todos que volvía a estar embarazada. Mi padre se quedó tan pálido que, durante un instante, creí que se había desvanecido. Mis hermanas siguieron comiendo como si nada, ellas siempre permanecían ajenas al mundo real. Y yo, sabiendo la que se avecinaba, decidí que lo más inteligente sería quedarme callado y hacer el menor ruido posible.

- No podemos permitirnos otro hijo, Gloria.- Sentenció mi padre.
- Lo sé.
- La casa solo tiene tres habitaciones y ya somos seis personas viviendo en ella.
- También lo sé.
- ¿Cómo lo vamos a hacer?
- No lo sé.

Y así quedaron las cosas. Mi madre siguió con su embarazo, poniéndose enorme por momentos. Nosotros seguimos con nuestra rutina, tratando de no pensar demasiado en el nuevo bebé. Yo, en secreto, deseaba que aquel bebé fuera, por fin, un niño… pero la familia de mi madre no se caracterizaba, precisamente, por la abundancia de varones. Era una especie de maldición no escrita, o al menos eso pensaba yo.

Lo primero que mi hermana Alba vio al nacer fue, sin duda, la cara de asombro del doctor. Luego, seguramente seguiría viendo caras de asombro donde quiera que la llevasen. Alba era, sencillamente, extraordinaria. Era hermosa, radiante, deslumbrante. Era como mirar el sol directamente. Era tan bella que te dolía verla. Todos dijeron lo mismo, todos se quedaron igual de eclipsados con ella. Hasta mi padre tuvo que reconocer que aquel bebé había sido un regalo de Dios.

- Esta niña – profetizó mi madre- nos sacará de pobres.

Yo recé porque aquello fuese cierto con todas mis fuerzas. Mi padre seguía sin encontrar trabajo y el subsidio de desempleo tarde o temprano, terminaría. Yo estaba en esa edad complicada en la que eres demasiado pequeño para ser un adulto y demasiado mayor para ser un niño. Estaba con las manos atadas pero tenía los ojos bien abiertos. Mis hermanas, por el contrario, seguían encerradas en su mundo de princesas encantadas y finales felices.
Alba creció convirtiéndose en la niña de tres años más bonita que se haya visto jamás. Todo el mundo paraba a mi madre por la calle para poder verla. Ella miraba a la gente con los ojos muy abiertos, como si aún la sorprendiese el revuelo que provocaba. Sin embargo, mi hermana no decía nada. Ni una sola palabra.
Ya caminaba, se sostenía en pie y se reía a carcajadas cuando alguien hacía o decía algo divertido. Era muy inquieta y se mostraba interesada por todo. Cuando quería algo, lo señalaba y todos corríamos a dárselo. Podría haber detenido el mundo con solo un parpadeo.
Aunque nadie decía nada, a todos nos preocupaba el silencio de Alba. Los médicos decían que sus cuerdas vocales estaban perfectas, que era cuestión de tiempo que empezase a hablar… pero no fue así. Alba cumplió los cuatro años y seguía muda.

Un día, sin venir a cuento, Alba habló por primera vez. Todos nos quedamos perplejos al ver como aquella voz melódica salía del pequeño cuerpo de mi hermana. Aquella frase perfecta, rotunda y contundente era demasiado grande para una niña tan pequeña.

- Mañana habrá un golpe de Estado.

Eso fue lo que dijo. Después, no volvió a abrir la boca y siguió pidiéndolo todo por gestos, como solía hacer. Era 22 de Febrero de 1981.

El revuelo que se formó en mi casa al día siguiente fue monumental. Mientras toda España estaba atemorizada por el general Tejero, mi familia miraba a Alba como si ella fuese la responsable de todo. La niña seguía jugando, como si nada hubiera pasado y nosotros no sabíamos que hacer para conseguir que dijese algo, por pequeño que fuese.
Parece que se percató de nuestra impaciencia porque, de repente, me miró a los ojos y volvió a hablar.

- Suspenderás el examen de matemáticas de la próxima semana.

Así, sin venir a cuento aunque, en realidad, en aquel preciso instante, en el momento en que Alba me miró a los ojos, yo estaba pensando en aquel examen que, por supuesto, suspendí. Aquello me dio que pensar. Quizás mi hermana tenía un don. Quizás era capaz de ver el futuro, de adivinar como iba a acabar aquello en lo que estabas pensado.
Mi madre debió tener la misma idea porque, unos días más tarde, nos hizo pasar uno a uno a su habitación para mirar a Alba a los ojos.
Sus predicciones fueron claras: a mi padre, que llevaba tres años trabajando como peón de obra, no le despedirían aún. Mi hermana Erica iba a heredar el vestido de Comunión de mis hermanas y no tendría el nuevo que quería. Susana iba a romper con su nuevo novio a finales de semana y Juliana no tendría ningún papel en la obra del colegio. Yo no tendría mi propio cuarto y mi madre conseguiría que el negocio que había pensado funcionase.

Alba lanzó sus predicciones con la claridad y firmeza que la caracterizaba y volvió a silenciarse, cogió sus muñecos y volvió a ser una niña. Nosotros, mientras tanto, fuimos viendo como todas y cada una de sus palabras se cumplían.

El negocio que mi madre tenía en mente el día que consultó en los ojos de Alba, no era otro que vender las predicciones de su hija a los desconocidos. Empezaría por el vecindario y después dejaría que se corriese la voz. A la gente le encantaba conocer su futuro, se volverían ricos.

Y así fue. Alba se hizo tan famosa que la gente venía de todas partes a verla. En una ocasión, vino hasta un señor que no hablaba nuestro idioma con un traductor propio. Alba era infalible. Lanzaba predicciones personales y globales. A veces, estábamos cenando y soltaba algo como “Mañana habrá un atentado terrorista” o “El gordo de Navidad acabará en dos”. Nunca fallaba por eso, la gente pagaba cada vez más dinero por verla.

Mis padres acondicionaron el desván para nosotros, así nos manteníamos aislados de aquel torrente de gente que inundaba nuestra casa a diario. Alba tenía su propia habitación, aunque más bien parecía la consulta de una vidente. Mi madre se había esmerado en hacer que todo cobrase un aspecto místico a base de decoración barata. Nuestro antiguo cuarto era ahora la sala de visitas, ya que el salón no era lo suficientemente amplio para albergar a todos nuestros visitantes y la cocina se había convertido en un bar improvisado donde, a veces, cobrábamos por las bebidas.

Alba, por supuesto, no iba al colegio ni tenía ningún tipo de vida. Desde que se levantaba hasta que se iba a dormir, se dedicaba a su trabajo. A mi madre no le gustaba llamarlo así pero la realidad era que, desde que Alba había empezado a ser un negocio, la economía de mi familia crecía sin parar.

Me daba lástima mi hermana. Su belleza había empezado a consumirse por el agotamiento. Parecía marchitarse prematuramente. A veces, por la noche cuando todos dormían, bajaba a su cuarto para observarla. Ella me cogía de la mano y la apretaba con fuerza, como si temiese quedarse sola.

Fueron tres años que transcurrieron como tres siglos. Cumplí dieciocho años rodeado de extraños, encerrado en el desván con mis hermanas soplando un mechero a modo de velas. Mi madre estaba demasiado ocupada con Alba. Mi padre hacía demasiado tiempo que había huido de todo. Mi familia tenía el dinero que siempre había querido, tal como mi madre predijo, Alba nos había sacado de pobres… pero también nos había divido. No éramos felices, esa es la verdad. Mis hermanas y yo vivíamos angustiados por la pobre Alba, mi madre quería más el negocio que había creado que a sus hijos y mi padre había perdido a su mujer y ya no tenía ganas de luchar por nada.

El día de mi cumpleaños, bajé a la habitación de Alba por la noche. Ella se despertó cuando entré por la puerta, como si hubiese estado esperando mi llegada. Me miró a los ojos y me cogió de la mano. Luego, habló.

- Vas a ser muy feliz. No ahora, después. Cuando el dolor haya terminado. Casi todos seréis felices. Tú cuidarás de todos. Ella será la que más sufra, no seas duro y ayúdala. Las cosas no son como tú piensas. Siempre quiso lo mejor para todos. Sé que has estado a mi lado, sé que te preocupas por mí. Nunca lo olvidaré. Dile a Laura que es un detalle que haya pensado en mi nombre, será un honor para mí. Y dile a la pequeña Alba que no tenga miedo de ver las cosas que ve. Y tu tranquilo, ella estará mucho tiempo a tu lado. Te quiero, Ilbe. Os quiero a todos.

Esas fueron sus últimas palabras. Mi hermana Alba acabó de hablar y cayó fulminada sobre la cama, sin dejar de sostener mi mano.
Nada de lo que me dijo aquella noche tuvo sentido en ese instante pero, a medida que fueron pasando los días, casi todo cobró significado.
Mi madre sufrió como nunca nadie había sufrido jamás. Su hija, su niñita hermosa y perfecta, había muerto antes de cumplir los ocho años. Y ella se sentía terriblemente culpable por ello.
Vinieron tantas personas al velatorio de mi hermana que el barrio entero quedó colapsado de vehículos. Mi madre no dejó que nadie pasara a ver el cuerpo sin vida de Alba, excepto nosotros. La gente pensaba que tocar su cuerpo inerte obraría milagros, yo solo podía llorar desconsolado al ver a aquella criatura angelical descansar eternamente.


- Ha sido muerte natural –dijo el forense – Esto se suele dar en personas de edad avanzada pero el caso de Alba, no sé, es como si su cuerpo ya hubiese vivido todo lo que le tocaba vivir.

Y tenía razón. Mi hermana llevaba una vida entera vivida en menos de ocho años. Había visto los temores de miles de personas, había visto la alegría y la tristeza. Había visto catástrofes, muertes, nacimientos y finales. Mi hermana había vivido la vida de los demás, mil vidas que no le pertenecían porque jamás había podido vivir la suya. Ahora, por fin, descansaba en paz.


Lo superamos, claro que lo superamos. Ella lo había visto en mis ojos y, solo por eso, tenía que ser verdad. Mi madre nunca se perdonó la muerte de Alba y, por eso, guardó todo aquel dinero en una cuenta corriente que puso a nuestro nombre. Quería purgar con nosotros los pecados cometidos con mi hermana. Después de aquello, no volvió a hablar jamás. El silencio de Alba se quedó con ella para siempre.

Las predicciones que mi hermana me hizo antes de morir encontraron su significado completo en los ojos azules de la que hoy es mi mujer, Laura. Nada más verla, supe que era lo que Alba había visto. Le conté la historia de mi hermana y, cuando se quedó embarazada, quiso que nuestra primera hija llevara su nombre. Le di las gracias en nombre de mi difunta hermana, tal como ella me había pedido.

Mi hija no había heredado la belleza despampanante de su tía pero, para mí, siempre fue el bebé más hermoso del mundo entero. Creció sana y feliz, sonriente y colmada de atenciones. No habló hasta que cumplió tres años.

- Papá, la abuela va a hablar. – declaró con seguridad.

Y esa misma tarde mi madre, por primera vez en trece años, me llamó por teléfono para hablar conmigo.

- Lo siento. – fue todo lo que dijo. Luego colgó.

En ese mismo instante, supe que había llegado el momento de decirle a mi hija que no tuviese miedo de las cosas que veía, abrazarla y manifestarle mi eterno apoyo. La última instrucción de Alba era muy clara: había llegado el momento de ser un buen padre.

La importancia del dónde

Tenían mucho en común. A los dos les encantaba el helado de leche merengada con una pizca de canela, los granizados de naranja natural con mucho hielo y el yogur de piña sin tropezones.

Los dos se bebían un vaso grande de zumo de tomate de un solo trago antes de comer y, si no había nadie cerca para verles, también una onza de chocolate negro.

A los dos les gustaba la misma música, su canción preferida era la misma y, aunque sabían que era simple casualidad, no podían evitar al oírla sonar en la radio pensar que la habían puesto solo para que ellos la escucharan.

Iban siempre al cine los domingos, solo o en compañía y escondían en su bolsillo él, en su bolso ella, una bolsa de cacahuetes bañados en miel para comerse cuando se quedaban a oscuras.

Los dos iban siempre tarareando canciones por la calle, sonriendo a desconocidos por el mero placer de ver sus caras de desconcierto, pensando en qué estaban haciendo en ese mismo instante tres semanas antes o cuatro años después.

Si se encontraban un calcetín desparejado en el suelo pensaban de inmediato en que su otra mitad lo estaría buscando desesperadamente, como creían que la suya les estaría buscando a ellos.

Ambos eran perezosos, raramente lograban despertarse antes de la una si no había un despertador por medio. Les gustaba trasnochar, bailar solos en su habitación con la música a todo volumen, reír hasta que les dolía el estómago, fingir orgasmos para escandalizar a sus vecinos, flotar en el agua hasta que los dedos se les arrugaban, tirarse de cabeza con los ojos cerrados…

Los dos querían dar la vuelta al mundo en globo, plantar un hueso de aceituna en la maceta de su ventana, probar el helado de sandía y ver el atardecer más bonito del mundo.

Tenían tantas cosas en común que, probablemente, de haberse conocido en otro lugar se hubieran terminado por enamorar locamente.

Pero se conocieron en el kilómetro quince de la Nacional II, uno contra el otro, sin supervivientes. En la radio sonaba su canción preferida. Y sí, de algún modo, la habían puesto para ellos.

Todas las veces que no nos conocimos

La primera vez que no te conocí fue aquel verano en Benidorm. Yo tenía ocho años y veraneaba, a regañadientes, con mis abuelos. Solíamos bajar todos los domingos por la tarde a tomar un helado a aquella heladería de los toldos azules en el paseo marítimo. Yo me pedía uno con dos bolas, de vainilla y chocolate, que nunca lograba acabarme. Tú tenías siete años y pasabas una semana con tus padres en un hotel con pensión completa. El domingo que llegaste, tu padre os llevó a tu madre y a ti a la heladería de los toldos azules. Te pediste un cucurucho con dos bolas, de vainilla y chocolate, que no pudiste acabarte. Ese mismo domingo, por la mañana, mis padres habían ido a buscarme.

La segunda vez que no te conocí era un poco más mayor, tenía dieciséis años. Estuve ahorrando durante seis meses para poder ir a aquel concierto. Mis padres no querían dejarme ir porque tenía que pasar la noche fuera, pero conseguí convencerles. Me presenté en Madrid a las siete de la mañana dispuesto a hacer cola para conseguir un buen sitio. Me encontré con que la fila ya daba la vuelta a Las Ventas. Al final vi el concierto desde el lateral izquierdo, con un grupo de amigos que hice esperando. Tú, sin embargo, lo hiciste en primera fila tras pasar toda la noche en la calle, con tu mejor amiga y tu padre.

La tercera vez yo ya tenía dieciocho años y acababa de llegar a la capital. Buscaba el piso compartido en el que iba a vivir hasta que terminara la carrera. En la calle Arenal pedí ayuda a una mujer con un vestido de flores granate. Ella me indicó cómo llegar y siguió caminando para alcanzar a su hija. Su hija eras tú.

La cuarta vez yo estaba en clase de Física de primero, tratando de entender a la segunda las explicaciones de aquel desfasado profesor. Me sentaba en primera fila, con mis apuntes del año anterior y mi calculadora científica, completamente concentrado en cada palabra que salía de la boca de catedrático. Tú, recién llegada a la Universidad, parloteabas con una amiga en la última fila. No volviste a aparecer en aquella clase.

La quinta vez tenía veinticuatro años. Era mi segunda entrevista de trabajo del día y estaba algo desmotivado. Yo llevaba mi único traje y respondía nervioso las preguntas de mi entrevistador. Estuve media hora tratando de convencerle de que era el candidato ideal para el puesto sin tan siquiera estar seguro de si aquello era cierto. Cuando me fui llamaron al siguiente candidato. Eras tú.

La sexta vez fue en un cine. Yo iba con una chica con la que llevaba saliendo un par de semanas y tú con el novio con el que ibas a romper después de cinco años. Nosotros en la sala cinco, vosotros en la siete.

La única vez que te conocí, sin embargo, todo fue mucho más simple. Me crucé contigo por la calle una mañana de camino al trabajo. Tu me miraste con curiosidad y, sin poder evitarlo, me preguntaste: “¿Te conozco?”. Yo, sin dudarlo, respondí: “Llevamos toda la vida sin conocernos”.