Finales felices

Le gustaba observarles desde la mesa del fondo, con un café solo y una porción de tarta de queso. Hojeaba una revista despreocupadamente o fingía hablar por el móvil. A veces había tanta gente que no necesitaba ni disimular. El bullicio se convertía en su mejor escondite y nadie reparaba en ella. O eso pensaba.

Ellos solían llegar asustados, inquietos tal vez. Lanzaban un vistazo rápido al local en busca de la flor en la solapa o el pañuelo verde. A veces también proponía que llevasen el mismo libro o que llevaran algo inusual, como una bufanda en pleno agosto o un abanico a principios de diciembre. No solían cuestionarla, la mayoría parecía divertirse con la idea de jugar durante cinco minutos a ser espías. Luego llegaba su parte preferida, cuando uno descubría al otro y se producía el chispazo. Así lo llamaba ella porque, la mayoría de las veces, podía ver perfectamente la chispa saltar en sus ojos. Y entonces sonreía, se terminaba la tarta, pagaba y se marchaba. Orgullosa de su buen trabajo, de su nuevo acierto.

Lo que ella no sabía, lo que ni siquiera imaginaba era que aquel juego suyo no pasaba tan desapercibido como pensaba. Se hubiera dado cuenta si alguna vez se hubiese fijado en la tarta de queso que otros clientes pedían. Entonces hubiera notado que su porción siempre era más grande. Y su café más dulce. Y su sitio siempre estaba reservado. Pero nadie se fija en esas cosas. Solo él, por supuesto. El camarero que desde la barra observaba cada encuentro y se moría por acercarse a ella y decirle “Esta vez te superaste, esos dos encajan como piezas de un mismo puzzle” o “Yo para este señor hubiera escogido a la rubia de la semana pasada”. No tenía ni idea de cómo organizaba las citas, pero sabía que era ella. La veía analizar todo desde su sitio, sonreír feliz cuando la conversación se afianzaba, echarles un último vistazo antes de salir… La llamaba “cupido” y esperaba ansioso que apareciera por la puerta del bar.

Un día, a mediados de junio, un tipo con bufanda y guantes apareció en el bar. Pidió un café con leche y se sentó a esperar. No tardó mucho en llegar una mujer con un vestido de tirantes granate y una estola de piel al cuello. Apenas tardaron dos segundos en identificarse. Se miraron a los ojos, sonrieron. Empezaron a hablar. Se quitaron la bufanda, la estola, los guantes… Se cogieron de la mano, no dejaron de sonreír ni un instante.

La chica del fondo se terminaba su tarta de queso, el camarero preparaba la cuenta. Todo parecía acelerarse aquel día en el bar. El amor, la felicidad, el valor… Como si alguien hubiera apretado ese botón que pasa los videos hacia delante. Y entonces todos lo supieron. La pareja supo que no habían estado hablando en aquel Chat la noche anterior, pero no les importó. Agradecieron en silencio al desconocido que había propiciado su encuentro y salieron del bar agarrados de la mano. La chica supo que su misión había terminado, que no podía seguir buscando la felicidad ajena y que ya era hora de buscar la suya propia. Y el camarero intuyó, de alguna manera, que aquella era su última oportunidad, que no podía dejarla escapar. Se acercó a ella con la cuenta y, mirándola a los ojos, dijo:

-A mí también me gustan los finales felices.

Y ella sonrió.