Historia de un mocasín

Lo peor de ser un mocasín en Sidney son, sin duda, las arañas. Las que menos me gustan son las “Huntsmen”. No son venenosas, pero me dan mucho asco. Son peludas, enormes y disfrutan especialmente colándose dentro del primer zapato que se cruza en su camino. Una vez, tuve una dentro durante todo un fin de semana. El idiota de mi propietario se olvidó de poner el calcetín que suele dejarme para evitar este tipo de invasiones y, cuando el lunes nos sacó del zapatero, se llevó un susto de muerte. Yo pase un fin de semana terrible. El bicho no paraba de moverse y me hacía unas cosquillas horrorosas. Dejé una buena ampolla en el pie de mi dueño a modo de venganza. No volvió a olvidarse de los calcetines en un año.



Otra cosa que detesto es la manía que tiene la gente de ir escalza. Nos llevan en la mano, como si fuésemos un bolso mientras sus pies descalzos se llenan de porquería. Por supuesto, cuando se cansan de exponer la planta de sus pies a toda la suciedad del suelo de la ciudad, pretenden volver a calzarnos. Sin calcetines, para no ensuciarlos. Es indignante que los calcetines gocen de tanto respeto y, sin embargo, nadie se cuestione el derecho de los zapatos a permanecer limpios. Es realmente horrible tener que caminar con una capa de suciedad cubriéndote la plantilla, sobretodo cuando hay piedrecitas, eso es una pesadilla. Se clavan por todas partes y dejan unas marcas muy dolorosas y totalmente antiestéticas. He intentado rectificar este comportamiento produciendo rozaduras en el talón de mi propietario, pero sigue conservando esta fea costumbre.



Os cuento esto porque, hasta hace exactamente tres días, estas eran mis dos mayores preocupaciones en la vida. Por desgracia, la cosa cambió radicalmente el viernes por la mañana.



Antes de continuar debéis saber que no soy un mocasín cualquiera. Soy un mocasín negro clásico, de piel de potro italiana con un diseño espectacular. Mi propietario me compró en una boutique de Milán y, aunque detesto presumir, le costé un dineral. Me trajo a Australia dentro de un guardapolvo en su equipaje de mano para no perderme, en primera clase. Fueron casi veinte horas de vuelo en las que me dediqué a dormir y a observar al propietario de los pies que pronto me estrenarían.



Mi dueño es un tipo con clase, debo admitirlo. Puede que sea algo desastroso y que, de cuando en cuando, disfrute llenándose los pies de suciedad, pero tiene porte. Suele vestir con trajes hechos a medida, es alto, de hombros anchos y mandíbula marcada. Tiene una voz grave y autoritaria que hace que todos me miren a mí en lugar de a él cuando se enfada. Trabaja en un despacho, aunque desde mi posición bajo la mesa aún no he conseguido averiguar que hace exactamente. Todos los días realizamos el mismo trayecto: de casa al trabajo en metro, del trabajo a casa en taxi. No he llegado a comprender a qué se debe todo esto, solo sé que los días que no volvemos en taxi lo hacemos caminando y eso no me gusta nada. En casa no hacemos gran cosa. Nada más llegar, suele dejarme en el zapatero de la entrada, junto a los demás y no vuelve a sacarme hasta el lunes.



En el zapatero no somos demasiados. Están los mocasines marrones, que a veces me sustituyen en la jornada diaria pero, entre nosotros, estoy prácticamente convencido de que son de piel sintética. Luego están los zapatos de cordones negros para bodas y eventos, unos presumidos de cuidado que han salido del zapatero en tres ocasiones contadas pero se comportan como si hubiesen recorrido el mundo y supieran hacer de todo. Están las zapatillas de andar por casa, que siempre pasan la noche fuera y se quejan constantemente de que se llenan de arañas, pero nos mantienen informados de lo que acontece mientras estamos aquí encerrados. Las zapatillas de deporte, con las que no me gusta tener mucho contacto porque no suelen durar más de seis meses y, aunque nadie dice nada, todos sabemos dónde acaban. Y, por supuesto, el calzado de verano. A esos no los hablamos demasiado. Son chanclas, sandalias y demás insultos al buen gusto. Cuando le veo salir con traje y sandalias de casa, me entran ganas de arrancarme los cordones. Afortunadamente para todos, no tengo.



Yo y mi hermano somos, con diferencia, los zapatos que más salen al mundo exterior. Llevamos casi dos años aquí y, salvo los días mas calurosos del verano y los fines de semana, salimos prácticamente a diario a la calle. Eso ha repercutido en nuestra suela sobre todo, pero por lo demás, nos encontramos en perfecto estado. No en vano, estamos hechos con materiales de primera calidad.



Como podéis comprobar, mi vida no es lo que se dice excitante. O, al menos, no lo era. Porque el viernes pasó algo que lo cambió todo.



Fue en el metro, a primera hora. Mi propietario estaba distraído leyendo el periódico y yo me esforzaba en mantener su pie quieto para que no me plantase sobre un chicle que amenazaba con quedarse para siempre en mi suela cuando, de repente, unas sandalias doradas se pusieron a nuestro lado.



Cuando digo sandalias doradas me quedo corto. Eran unas sandalias de tacón de aguja, por lo menos de diez centímetros. Estaban hechas de un material maravilloso, una piel suavísima que emanaba calidad rematada con cientos de cristales de Swarovski que recorrían cada tira. Las tiras, cruzadas en el empeine, rodeaban el tobillo con sutileza. Me entraron ganas de lanzarme sobre ellas y acariciarlas, pero me contuve. Eran terriblemente sexys. Yo nunca había experimentado algo así. Normalmente los zapatos de mujer me resultan indiferentes. Odio el calzado de invierno que oprime el pie como las botas de agua o las temibles Uggs. También detesto que estén hechos de plástico cutre o que sean de tacón bajo y, por desgracia, entre el género femenino esto abunda. Además, los zapatos de mujer negros me resultan insípidos y los blancos excesivamente horteras. Soy un sibarita, lo sé, pero no puedo evitarlo. Me pierden los tacones de vértigo y las suelas rojas.



Mi propietario debió sentir algo similar porque enrolló el periódico y entabló conversación con la dueña de las sandalias doradas, una mujer bastante atractiva y con una sonrisa encantadora. No sé sobre qué hablaron pero tuvo que ser algo interesante porque, esa misma noche, volvimos a encontrarnos para tomar unas copas después del trabajo. Las copas, por cierto, se quedaron a medias en la barra mientras la dueña de las sandalias llamaba a un taxi.



Nada más entrar en casa, nos dejaron en la puerta. No nos metieron en el zapatero, nos arrojaron en la entrada como si tuviesen prisa por deshacerse de nosotros. Aparentemente, no éramos solo los zapatos quienes molestábamos. El resto de la ropa fue cayendo progresivamente en el trayecto que llevó a los humanos de la puerta al dormitorio.



Nos quedamos un poco parados al principio, pero mi hermano pronto entabló conversación con la sandalia derecha. Siempre ha sido muy espabilado para estas cosas. Yo, que soy algo más tímido, me quedé callado. Ella estaba imponente. Puede que no sea objetivo al decir esto pero era la primera vez que veía un par izquierdo estar mejor rematado que un derecho. Sus costuras eran prácticamente imperceptibles. Sentía algo muy raro al mirarla. Su tacón, largo y fino terminado con una estupenda y novísima tapa de plástico roja era lo más parecido a la perfección que jamás había conocido. Se movía nerviosa por la entrada, haciendo centellear los cristales que la decoraban. Se notaba que compartíamos timidez y, para cuando quise darme cuenta, también soledad porque mi hermano y la suya habían desaparecido de la entrada.



No sé cuánto tiempo transcurrió porque, aparte de no llevar reloj, el tiempo parecía detenerse cuando su delicada suela roja golpeaba el suelo. Solo sé que los dos derechos seguían desaparecidos y que todavía no había conseguido pronunciar una palabra. El silencio de la entrada me golpeaba fuerte en el tacón. Sentía como si un clavo se me hubiese clavado en la suela.



Entonces apareció ella, la dueña. Mal vestida y despeinada, caminando de puntillas y a oscuras por la casa. Cogió la sandalia izquierda a tientas y luego me cogió a mí por error. Cuando se percató de que yo no tenía tacón de aguja, volvió a dejarme en el suelo. Los tres segundos que compartí en las alturas con ella fueron mágicos porque, durante un instante, nuestras pieles se chocaron y pude comprobar que era mucho mejor de lo que había imaginado.



La humana se estaba volviendo loca, registrando toda la casa en busca del otro par. De repente sonó un ruido en el dormitorio que la asustó de verdad. Descalza y horrorizada, salió por la puerta con una sola sandalia en la mano. Minutos más tarde mi dueño salió corriendo del cuarto. Al comprender que ella se había marchado, se puso a llorar en el sofá.



- Siempre hace lo mismo. - Nos explicó al día siguiente la sandalia que ahora compartía zapatero con nosotros - Conoce a un tipo, pasa la noche en su casa y huye descalza… pero, hasta ahora, nunca se había olvidado de mí.



Nuestro propietario estaba hecho polvo, las zapatillas de estar por casa habían aprovechado el rato que se había quedado dormido en el sofá para venir a informarnos de la situación. Al parecer, llevaba todo el día bebiendo y llorando en calzoncillos.



- No la va a encontrar - se lamentaba la sandalia dorada - Ella nunca deja nombre ni teléfono. Es lista. Ni siquiera yo sabría encontrarla desde aquí.

- Eres un zapato caro - repuse - Querrá recuperarte.

- Somos sus únicos zapatos caros - respondió halagada por mi observación - Gastó más de 1800 dólares en nosotras.



Ni siquiera nosotros costábamos eso. Ninguna mujer en su sano juicio renunciaría a unos zapatos así. Tenía que volver. No podía desaparecer sin más. Tenía que hacer algo para recuperarla. Fue entonces cuando lo supe.



- Este es el plan - dije emocionado - ¿Alguien ha oído hablar de “La Cenicienta”?

- Oh, vamos, ¿otra vez con eso? - protestó mi hermano.



El dueño de la boutique dónde nuestro actual propietario nos adquirió solía contarle a su nieta cuentos infantiles cuando no había clientes. Obviamente, mi preferido era el de Cenicienta porque el protagonista era un maravilloso zapato de cristal. Mi hermano odiaba profundamente aquella historia porque defendía que un zapato de cristal resultaría terriblemente incómodo para un baile. Como podéis ver, somos totalmente opuestos.



Pese a la inicial oposición de mi hermano, el plan entusiasmó a mis compañeros de zapatero. En realidad, la idea era bastante sencilla. Las zapatillas de estar por casa vigilarían a nuestro propietario. Las zapatillas de deporte, mucho más ágiles que el resto, treparían hasta la mesa para coger un bolígrafo y un folio. Los estirados zapatos de boda, que eran los únicos que sabían sostener un bolígrafo con sus cordones, escribirían la carta. Los mocasines marrones, que fueron adquiridos en un centro comercial y habían aprendido a escribir deambulando por las noches por la sección de libros, serían los encargados de dictarla. Nosotros teníamos que dejar la carta a la vista, de modo que nuestro propietario creyera que la había escrito él mismo durante su borrachera.



La carta era bastante breve. Los zapatos de cordones no eran tan buenos como nos hicieron creer sosteniendo bolígrafos, pero no quedo del todo mal. Decía solamente “¿Es tuya?”. Aquello sería suficiente. Dejamos la carta y el bolígrafo junto a una lata de cerveza vacía que había en el suelo y la sandalia dorada se quedó allí, esperando a que nuestro propietario despertara. Los demás volvimos a meternos en el zapatero, cruzando los cordones para que todo funcionara.



Cuatro horas más tarde y con un aspecto terrible, el pobre miraba sin dar crédito la nota y la sandalia. Tardó un poco más de lo esperado en comprender la genialidad de mi plan pero, aún así, quedó bastante convencido de que la idea había sido totalmente suya. Supongo que para los humanos no es factible pensar que un zapato pueda haber escrito una carta. Así les va.



A la mañana siguiente ya estaba todo listo. Los carteles quedaron bastante bien, en ellos había una foto de la sandalia dorada (salía bastante favorecida, por cierto) y un breve texto: “¿Es tuya? Por favor, ven a buscarla.” Tenía como cien y pensaba colgarlos por toda la ciudad. Afortunadamente para nosotros, eligió a las zapatillas de deporte para tan ardua tarea.



Cuando regresaron a casa, solo nos quedaba esperar.



Y aquí estoy, tres días más tarde, volviendo a casa a pie. Mi hermano y yo caminamos en silencio, bastante desilusionados. Nuestro dueño ha terminado su jornada laboral y seguimos sin saber nada de la mujer de la sandalias doradas. Lo único que sabemos a ciencia cierta es que su sandalia derecha descansa ahora mismo en el zapatero de la entrada junto a los demás. También sé, por desgracia, que lo peor de ser un mocasín en Sidney no son las arañas o que te metan un pie sucio sin calcetines dentro. Me gustaría regresar a los tiempos en que aquello era lo peor que podía imaginarme. No, lamentablemente ahora sé que lo peor que le puede pasar a un mocasín como yo es enamorarse… porque estoy enamorado de esa sandalia dorada con la que nunca he hablado y a la que, tal vez, jamás vuelva a ver. Mi hermano dice que no me preocupe, que todo se va a solucionar. Pero él sabe que no es verdad. Con el tiempo, nuestro dueño se cansará de esperar y se llevará la sandalia derecha donde… bueno, donde solo las zapatillas de deporte viejas saben. Él se quedará tan solo como yo y seremos desgraciados el resto de nuestras vidas. Ahora mismo desearía que una araña se metiese dentro de mí y sacara este dolor que siento. Es mil veces peor que tener un clavo en la suela o una piedra en la plantilla. Es peor que estar sucio o no encontrar betún del color adecuado. Estoy desolado.





La puerta de casa está cerca y yo no me atrevo a mirar. Me da miedo encontrarla vacía.

Creo que este es el segundo más largo de mi vida.



Entonces escucho una voz. Es mi dueño.



- Pensaba que no vendrías. - dice.



Abro los ojos. Un par de zapatos de tacón negros aparece ante mí. Son de ella, pero no es ella. Noto como mi suela empieza a partirse en dos.



- Tenía que recuperarla - responde ella - Y disculparme contigo.



Mi propietario abre la puerta de casa y la invita a entrar. Estamos en la entrada. Él saca la sandalia derecha del zapatero y se la devuelve. Ella sonríe y saca algo de su bolso. ¡Es ella! ¡La sandalia dorada! ¡Mi sandalia dorada!



Antes de que nos demos cuenta, nos han vuelto a arrojar al suelo. A nosotros, a ellas y a los zapatos negros. Luego va toda la ropa y un montón de palabras de disculpa. Cuando la puerta del dormitorio se cierra, todos los demás desaparecen. Ella y yo volvemos a estar a solas.



- Te he echado de menos - me atrevo a decir.

- Y yo a ti - responde ella.