Anette

La noche que yo la conocí, todavía no se llamaba Anette. Aquella noche era Ana, a secas, una veinteañera más perdida en la noche madrileña.

Yo acababa de llegar a la ciudad. Era mi primera noche en Madrid, la última creía entonces… Al día siguiente, un avión guardaba un asiento a mi nombre con rumbo a un futuro incierto. Madrid era escala entonces y, paradójicamente, terminó siendo el destino final.

No había reservado hotel. A mis veintitrés años, aún me sentía capaz de dormir en Barajas de cualquier manera. Eran otros tiempos y el concepto bajo coste más severo que nunca.

Conocí a Ana como se suele conocer a todas las personas inolvidables: de casualidad.

De nuestro primer encuentro recuerdo el sabor amargo del café, la multitud que recorría la Gran vía y su sonrisa. Jamás vi una sonrisa igual. Creo que fue nada más verla cuando supe que la llevaría siempre en mi memoria. Ana era extraordinaria.

- Tú no eres de aquí. – fue su primera frase
- No, no lo soy.
- Déjame adivinar – dijo con cara traviesa – eres francesa.
- No, pero te has acercado mucho.
- Te propongo algo: mi turno acaba ahora. Te terminas el café mientras me cambio y después me cuentas tu historia. Yo a cambio te puedo enseñar la ciudad.


Sonreí. Era la idea más disparatada que jamás me habían propuesto pero, en aquel momento, yo no tenía nada que perder. Y Ana parecía simpática.

- En realidad soy belga – corregí – pero mi madre es francesa, así que supongo que se podría considerar un acierto.
- Me gusta adivinar de dónde viene la gente por su acento. Tu español es bastante bueno, pero te delataste al pedir el primer café. ¿Dónde lo aprendiste?
- Aunque no lo creas, mis abuelos vivían en Valencia. Solía veranear allí los tres meses de verano.
- ¿Murieron hace mucho?
- Tres años. ¿Cómo lo has sabido?
- Por tu tono de voz. Triste, muy triste.

Esa era la habilidad de Ana: interpretaba voces. Lo hacía desde niña, a todas horas. Cualquier cosa que escuchase a cualquier persona tenía un matiz, un rasgo característico que Ana atrapaba y analizaba. Era capaz de sacar conclusiones muy cercanas a la realidad de sus análisis.

Recorrimos la Gran Vía. Ana y sus historias locas. Nos contamos nuestras vidas, sin secretos. Yo le hablé de mi viaje, de la última discusión que había tenido con mi padre y de lo poco que me gustaba la idea de marcharme de Bruselas para vivir en una ciudad desconocida. Ella me habló de su habilidad, de lo mucho que le gustaba trabajar en aquella cafetería tan concurrida, de toda la gente singular que había conocido y de su sueño de estudiar psicología.

- Nunca he salido de Madrid.
- ¿Por qué?
- Estoy ahorrando. Para la universidad, para la vida.
- ¿Y no te gustaría conocer otros países?
- Ya los conozco. La gente me habla de ellos. Como tú, por ejemplo. Ahora sé que en Bélgica habláis cuatro idiomas y veis la televisión con subtítulos. También sé que llueve mucho y que el chocolate es delicioso. Conozco una cafetería del centro que sirve el café más delicioso de Bruselas. Y muchas más cosas, por supuesto, todas las que te queda por contarme.
- Es una forma económica de viajar.

Empezaba a anochecer y mis pies dolían como si llevasen años caminando. La temperatura era perfecta y la conversación fluida. Ana reía, preguntaba, recordaba anécdotas, me confesaba sueños, ilusiones, miedos… Y yo me dejaba llevar. Era fácil estar allí, en mi única noche en Madrid, dejando que aquella desconocida supiese todo lo que yo siempre me callaba. Era sencillo olvidarse de los tabúes cuando se piensa que no habrá tiempo para el arrepentimiento. Aquella noche fui más yo que nunca.

- ¿Dónde te alojas?
- En ninguna parte. Pensaba dormir en el aeropuerto.
- ¿Tienes sueño?
- No, la verdad es que no.
- Entonces no duermas. Pasaremos la noche en vela. Veremos la ciudad como nunca la ve nadie: dormida.
- Pensaba que las ciudades grandes nunca dormían.
- No te dejes engañar: todas las ciudades duermen. Y conozco un lugar donde el amanecer se vuelve inolvidable.

Yo creía que nunca iba a volver a Madrid después de aquella noche, pero sí lo hice y, si me preguntas, te diré que jamás vi la ciudad como entonces. No fue nada de lo que pueda escribir en una guía.

No fue la estación de Atocha. Fue Ana, corriendo por su invernadero, contándome que una vez estuvo tres horas perdida entre aquellos árboles en busca de una tortuga de cuadros azules.

No fue la Biblioteca Nacional. Fue la inocencia de Ana al confesarme que, de niña, creía que todos los libros del mundo se escondían tras aquellas paredes.

No fue la plaza de Colón, fue la primera vez que Ana montó en monopatín y la cicatriz de su rodilla derecha.

No fueron las torres Kio, fue Ana y su firme convicción de que, un día, ambas torres caerían hasta chocar en el centro… y entonces serían una sola.

No fue el Santiago Bernabeú. Fue Ana a los siete años, viendo un derbi con su padre. Asustándose con cada gol. Tratando de comprender porque aquella gente gritaba tanto.

No fueron las embajadas, no. Fueron las locuras de Ana, el día que visitó todas para dar la vuelta al mundo. Y su tristeza cuando no consiguió entrar en la de Estados Unidos. Su intención de volver a intentarlo.

No fueron las cosas, fueron las historias de Ana. Fueron nuestras risas resonando en la noche madrileña. Las bromas, los momentos de silencio.

Nos despedimos en Barajas, media hora antes de que cerrasen la puerta de embarque. Me dio un abrazo, dos besos. Así se despedían en España entonces y creo que así lo siguen haciendo ahora. Me dio su teléfono y su dirección. Yo le prometí que la escribiría dándole la mía. Luego me fui.


No escribí a Ana. Tampoco la olvidé. Pasaron los años y me pasaron muchas cosas. Me casé, tuve un hijo y el destino me llevó de vuelta a Madrid. Me acordaba de Ana en cada esquina, en cada calle. Y quise buscarla, saber de su vida.

Conservaba su dirección. Nunca la escribí por miedo. Tenía miedo de que no me contestase. De que nos escribiéramos dos o tres cartas y nos terminásemos por olvidar. De aquella manera, nuestro encuentro siempre sería perfecto. Un día inolvidable. El mejor de todos.

Ana ya no vivía allí. El piso ahora pertenecía a un número incalculable de extranjeros, que acumulaba colchones en el salón de una manera preocupante. No supieron decirme mucho. La propietaria anterior no se llamaba Ana, eso fue todo.

La busqué en los lugares que conocí junto a ella. Di la vuelta al mundo en su honor. Y, esta vez, si pude entrar en la de Estados Unidos. Guarde el recuerdo con mucha fuerza, para poder contárselo algún día. Quizás ella ya había completado su viaje.

Pasaron los años y terminé por desistir en mi búsqueda. A veces me pasaba de parada en el metro porque me había parecido ver a alguien con sus mismos ojos. O me quedaba largas horas sentada en aquella cafetería de Callao, esperando a que apareciera. Nunca era ella.


Hoy, veinte años más tarde, todo ha cambiado. Un pase familiar por el centro ha sido, curiosamente, el detonante. Ese paseo y mi hijo de diez años, suplicando un Happy Meal. Ha sido al pasar por Montera. Una sonrisa inolvidable se ha cruzado con mi mirada.

- Anette, ¿tienes un cigarro?
- Toma. Y dame fuego.

Tenía acento francés y la entonación de quién ha visto ya demasiado. Esa fue siempre su habilidad, interpretar voces. Y entonces, he comprendido. No logré encontrar a Ana porque Ana ya no existía. Ahora era Anette.

Frida (II)

La culpa la tuve yo, para variar. Le conté al abuelo aquella estúpida historia del chico que había creado una página web para buscar a una chica de la que se había enamorado en el metro de Nueva York y, aunque en aquel momento no pareció hacerme mucho caso, aquella anécdota quedó grabada a fuego en su memoria.


Meses más tarde, después de una de las copiosas comidas en casa de tía Frida, el abuelo me llevó a la biblioteca.

- Jude, hijo mío, eso de Internet… ¿Cómo funciona?

Así me lo soltó, como si yo pudiese explicarle a mi abuelo de ochenta y cinco años como funciona Internet. Sí, soy informático y sí, programo páginas webs… pero de ahí a saber cómo explicarle a un hombre que llama al ordenador “caja” hay un gran trecho.

- Abuelo, es complicado, ¿por qué lo preguntas?

- Quiero que me hagas una página de esas, de las que te ayudan a buscar chicas.

Aquello me descolocó por completo. Los abuelos habían sorprendido a toda la familia cuando, con setenta años, decidieron divorciarse. Nadie daba crédito, ni siquiera los del juzgado. En Australia no es nada usual que personas que han compartido toda su vida se divorcien… pero los abuelos estaban hartos de fingir. A todos nos costó mucho aceptar que el abuelo nunca había estado enamorado de la abuela, pero fue casi más duro saber que la abuela había conocido a un jubilado en su partida semanal de cartas y pensaba irse a vivir con él.

De eso hacía ya catorce años y, aunque entonces yo no era más que un adolescente, seguía recordándolo como uno de los episodios más traumáticos de mi vida. El otro era, sin duda, el día que mi madre me contó que Paul no era mi verdadero padre. Pase tres años buscando a la familia de mi padre biológico para que me contaran más cosas sobre él. Al final llegué a la conclusión de que George no había sido más que un drogadicto que había dejado a mi madre tirada al enterarse de que estaba embarazada de mí. De aquello solo saqué en claro a mi abuela Kate, que se mostró encantada de conocer la única cosa buena que su hijo había hecho en vida (textualmente).

El caso es que, cuando mi abuelo me preguntó aquello, me quedé de piedra. Ya le veía en plan viejo verde, buscando fotos de jovencitas por la red.

- ¿Quieres buscar chicas en Internet? – contesté.

- No, claro que no, Jude. Quiero buscar a una chica, solo a una. Se llama Frida.

- ¿A la tía? – no entendía nada.

- A otra Frida, de hecho, a la Frida que inspiró el nombre de tu tía.

Y así comenzó todo este lío. Cuando el abuelo me contó la historia del amor de su vida no pude evitar enfadarme un poco. A fin de cuentas, mi abuela había sido siempre la esposa de repuesto para él, aunque el abuelo no pensaba lo mismo.

- Yo quise y quiero a tu abuela, Jude, más que a la vida misma… y no me arrepiento ni de un solo día a su lado. Ella me dio lo más maravilloso del mundo: mi familia, pero no éramos el uno para el otro. Cuando conozcas a la mujer destinada a pasar contigo el resto de su vida, lo entenderás. Es algo que solo se da una vez, hijo.

Mi hermana Prudence apoyó al abuelo desde el primer momento. Era una defensora acérrima del amor, los flechazos y el destino. Se pasaba el día leyendo novelas de amor en su cuarto. Meredith, mi otra hermana, era mucho más realista. Solía decir que odiaba a los hombres, aunque no era raro pillarla en su habitación con algún chico. Sorprendentemente, Meredith también decidió que el abuelo merecía su oportunidad. Mujeres…

Lo hicimos todo a espaldas del resto de la familia porque el abuelo no quería que pensaran que estaba loco. Solo se lo conté a mis hermanas porque, por extraño que parezca, nosotros nos contamos todo. Aunque son seis y siete años menores que yo, siempre hemos estado muy unidos. Parte de la culpa es de mi madre, que siempre ha presumido de la maravillosa relación que tenía ella con sus hermanos, incluido el tío James, por mucho que discutan.

La página web era sencilla. Contaba un poco la historia del abuelo y Frida. Daba los pocos datos que tenía el abuelo: el apellido de la familia de Frida, el nombre de sus padres y del tío de Frida que les ayudó a huir de Holanda. También facilitábamos una fotografía de mi bisabuelo y el padre de Frida, una fotografía de mi bisabuela con el guardapelo que el abuelo le había regalado a Frida y algunos datos sobre la calle donde se encontraba la casa de Frida antes de que las bombas la destruyesen.

La historia quedó así. De vez en cuando nos escribía algún curioso preguntando si habíamos localizado a la famosa Frida, aunque no conseguimos grandes avances. Nada hasta que una blogger de fama internacional topó con nuestra página y quiso escribir un post con nuestra historia. El post fue un éxito rotundo (a la gente le encantan estas ñoñerías) y un periódico australiano lo publicó. Meses más tarde, la historia llegó a los telediarios y pronto, la página tenía más de mil visitas diarias.

El abuelo vivía ajeno a todo esto ya que no quería abrumarle con datos, cifras,… Para él, no existían posibilidades de encontrar a Frida aunque no perdía la esperanza, ni siquiera cuando empezaron a aparecer las falsas Fridas. Yo las llamaba así porque eran un grupo de mujeres de diferentes edades que aseguraban ser la Frida buscada. La web del abuelo era un fenómeno en internet, sobre todo después de subir el video del abuelo contando la historia de Frida a Youtube (éxito total, de lo más visto en meses) y muchas mujeres querían aprovechar el tirón mediático. No fue difícil descartarlas porque ninguna tenía el guardapelo y la mayoría ni siquiera tenían edad de haber vivido la segunda guerra mundial.

Mi carrera profesional mejoró notablemente a raíz de este asunto y cada vez eran más las empresas que querían que yo, el famoso creador de buscandoaFrida.com, diseñase su página. Fue una época de mucho trabajo, así que tuve que delegar a las falsas Fridas a mis hermanas.

Tenía el asunto medio olvidado hasta la mañana que recibí el siguiente email:

<< Querido Jude,

Mi nombre es Margot. Vivo en una pequeña localidad irlandesa llamada Howth con mi abuela Frida. Llevo años escuchando a mi abuela hablar del amor de su vida y, hasta ahora, siempre había pensado que fue mi abuelo. Sin embargo, recientemente he descubierto que mi abuelo nunca estuvo en Holanda y ni siquiera estuvo casado con mi abuela. No sé cómo llegué a tu web pero te aseguro que aún estoy temblando. Cada detalle, cada palabra es idéntico a la historia que tantas veces he escuchado. Te adjunto una foto de mí querida abuela con su más preciado tesoro: un guardapelo de plata con la foto de un niño en su interior. Por favor, ruego discreción, mi abuela es una mujer de salud delicada y no le conviene sufrir un sobresalto. >>



Me puse en contacto con Margot de inmediato. Al parecer, Frida y su familia habían huido de Ámsterdam al enterarse de que iban a delatarles por ayudar a escapar a mi abuelo. Su tío les había ayudado a llegar hasta Irlanda, donde habían empezado una nueva vida. Los padres de Frida murieron de tifus y Frida se instaló con un amigo de la familia, un hombre quince años mayor que ella que se convirtió en el padre de su única hija. Cuando su mujer se enteró del embarazo de Frida, la echó de casa no sin antes darle una buena suma de dinero a cambio de su silencio. Frida crió sola a su hija y nunca volvió a enamorarse. Los padres de Margot se habían mudado a Dublín al poco de casarse, por tanto, Margot y su hermano Judah habían pasado casi toda su vida en la capital irlandesa. A principios de año, Frida se había roto la cadera tras una caída y Margot había decidido instalarse con ella para ayudarla en su recuperación.

El abuelo rompió a llorar cuando se lo contamos. Luego vino el resto de la familia. Todos se mostraron algo reticentes al encuentro y, curiosamente, fue mi abuela quién convenció a todos. Dijo que solo quería que el abuelo encontrase el amor de su vida, al igual que ella había hecho con Walter. Mi madre y mis tíos pusieron el dinero para los billetes y, apenas una semana después de recibir aquel email, mi abuelo y yo nos embarcábamos rumbo a Irlanda.

Judah fue el encargado de recogernos en el aeropuerto y llevarnos hasta Howth.

- Te pareces a mí cuando tenía tu edad – dijo el abuelo.

- La abuela siempre decía eso – contestó – por eso insistió en que tenía que llamarme así. “Es igualito que mi Judah”, decía siempre.

- Eso me pasó a mí con mi hija Frida – rió el abuelo – aunque yo veía a tu abuela en todas partes, siempre.

- El suyo fue un gran amor, ¿verdad?

- Fue el único amor, hijo – respondió el abuelo – el único.

Yo me callaba y escuchaba a Judah contar que, cuando conoció a su actual mujer, sintió algo parecido.

- Supe que era ella de inmediato, no dudé ni un segundo.

Me resultaba raro oír al abuelo contar lo mismo de Frida, como si el amor fuese algo muy especial que todos compartían y yo me estaba perdiendo. A mis treinta años nunca había sentido nada parecido. Había tenido alguna novia pero siempre me terminaba hartando de la relación o se terminaba hartando ella de mí. Nunca había sentido ese amor a primera vista que tan popular parecía últimamente. Me sentía incompleto.

- ¿Cómo está Frida? – Quiso saber el abuelo.

- Mi abuela está muy nerviosa – dijo Judah – Sabe que usted viene a verla.

- No me refería a eso exactamente.

- Está guapísima, de veras. No aparenta en absoluto su edad. Antes de la caída salía a pasear cada mañana. Siempre por el puerto, decía que le gustaba mirar el mar porque sabía que las olas eran capaces de transportar su amor.

- Y lo hacían, hijo, te lo aseguro.



La casa de Frida estaba en la calle principal de Howth, un minúsculo pueblo pesquero de incomparable belleza. Era una pequeña casa de dos plantas con un bonito jardín delantero. Judah nos abrió la puerta y nos invitó a entrar.

- Margot no tardará en venir – anunció – ha salido a comprar algo de pescado fresco para la comida. Mi abuela está en el salón.

Creo que el encuentro entre mi abuelo y Frida fue el tercer momento más importante de mi vida. Su manera de mirarse, de tocarse, de sonreírse… fue totalmente indescriptible. Frida era, como había dicho su nieto, una mujer hermosa para su edad. De rasgos finos y sosegados, resultaba hipnótico mirarla. Entonces entendí muchas cosas, como el divorcio de mis abuelos. El amor que se respiraba en aquella habitación era algo completamente distinto a todo lo que yo había conocido. Aquellos dos ancianos se pertenecían por completo, no había duda.

Judah y yo dejamos al abuelo a solas con Frida en el salón y nos sentamos en el jardín a esperar a Margot.

Me lo contaron como si fuese una película. Ves a la chica y ¡zas!, te enamoras de ella. Bueno, no fue en absoluto así. Cuando vi a Margot por primera vez, supe que llevaba treinta años buscándola. Estaba enamorado de ella desde antes de conocerla, como si de algún modo pasar el resto de mi vida a su lado fuese inevitable. Supe, al mirarla, que ella había experimentado lo mismo.





Epílogo

Odio quedarme a medias con las historias, así que os contaré como terminó todo. El abuelo se quedó en Howth cinco largos años, hasta que un infarto se le llevó de este mundo. Apenas una hora más tarde, Frida se iba con él. Durante todo aquel tiempo yo me casé con Margot y me mudé a Irlanda, donde formé una maravillosa familia junto a ella. No pasa un solo día en el que no agradezca haberle contado aquella ridícula historia al abuelo, sobre todo cuando veo la cara de mis hijos y me siento el hombre más afortunado de la tierra por tener a mi mujer. Mi hermana Meredith se casó un año más tarde con un ejecutivo de Camberra y, casualidades de la vida, seis meses más tarde le destinaron a Londres. Prudence conoció a un músico y se fugó de casa. Mamá se reía mucho con aquella historia porque decía que le recordaba a ella (aunque ninguno logró explicarse porqué). Cuando se cansó de dar tumbos, se vino a vivir con nosotros una temporada. Conoció a un chico de Cork y se quedó a vivir en Irlanda. La abuela se casó en segundas nupcias con Walter y lo cierto es que estaba preciosa vestida de blanco. El abuelo y Frida fueron los primeros en ser invitados a la boda, aunque tuvieron que asistir por videoconferencia dado el delicado estado de salud de Frida. Antes de morir, Frida le dejó a Margot el guardapelo de plata. Ahora, en su interior, hay una foto de Frida y Judah.