Sally

Ocultaba su diastema con la lengua al sonreír. Se avergonzaba de aquella separación entre los dientes más que de ninguna otra cosa. Eso era lo maravilloso que tenía: encontraba defectos donde otros solo veían belleza. Por eso era tan especial, porque Sally no tenía ni idea de lo increíblemente sexy que resultaba verla reír.


De todas las fotos que aún conservo, solo en una se puede ver su dentadura. Saqué aquella polaroid cuando ella aún dormía. Con la boca abierta y el pelo enmarañado, una Sally de quince años aparece entre sábanas revueltas abrazando la almohada. No volví a verla igual y nunca conseguí otra foto como aquella. Sally era así: no tropezaba dos veces con la misma piedra. De aquella polaroid aprendió a cerrar con llave la puerta de su dormitorio y ya nunca más conseguí colarme a hurtadillas para verla dormir.

Así era Sally, como un tornado. Antes de que pudieras darte cuenta, estabas completamente dentro de ella… y tan siquiera lo notaba. Sally era despreocupada y ajena a sí misma. Nunca fue consciente del efecto que causaba en los demás. Se veía a sí misma como una chiquilla anodina y sin gracia. Solía quejarse continuamente de su cuerpo. Quería ser más alta, menos voluptuosa. Era como Brigitte Bardot pretendiendo ser Audrey Hepburn. Sally quería ser todo lo que no era y todos los demás solo queríamos ser ella.

Yo siempre supe que iba a acabar mal. Las chicas como Sally no podían terminar de otra manera. No estaban hechas para convertirse en adorables viejecitas con los dientes separados. No, las chicas como Sally estaban hechas para ser recordadas entre lágrimas, con toda su juventud perdida, con toda esa vida que podrían haber tenido. Las chicas como Sally aparecían en las fotos de anuario en blanco y negro que se colgaban en los postes de la luz con la palabra desaparecida escrita debajo.

Por eso hice lo que hice y solo Dios sabe lo poco que me arrepiento. Yo hice de Sally una leyenda, una historia. Le di el final que merecía, solo eso. Sin mí, Sally hubiese terminado pudriéndose en vida. Ella no estaba hecha para casarse, ella no había nacido para tener hijos o nietos. Salvé a Sally de la única manera que podía salvarse a una chica así, a los diecisiete años, cuando su belleza era perfecta. Para cuando encontraron el cuerpo, su rostro era famoso en todo el estado. Solo lamenté que la encontrasen en ese estado, tan descompuesta… porque juro que nunca volví a ver un cadáver tan hermoso.

Frida

El azul del mar de Tasmania me recordaba a los ojos de Frida. Habíamos huido a Australia en busca de una oportunidad, aunque entonces no lo entendí. Era otoño de 1939 y yo tenía catorce años recién cumplidos cuando el señor Heitmann, el padre de Frida, ayudó a mi familia a salir del país. Un primo suyo, comerciante, nos introdujo en una enorme caja de madera y nos sacó de Holanda como si fuésemos mercancía. Los judíos no tenían ninguna oportunidad en Europa desde que la guerra había estallado y, aunque mi padre era un hombre rico y respetado, todos sabíamos que nuestro dinero judío solo retrasaría la captura. El Führer era implacable.


Mi padre era propietario de una fábrica de muebles en Ámsterdam y el señor Heitmann era su socio. Había arriesgado su vida y la de su familia ayudándonos a huir, por eso, mi padre dijo que lo más correcto sería devolverles el favor. No habría ninguna carta ni ningún intento de contacto por nuestra parte. La familia Heitmann jamás sabría dónde nos habíamos marchado. Aquella era la única forma de protegerles que poseíamos y todos lo respetábamos.

Sin embargo, pese a estar a más de dieciséis mil kilómetros (lo había mirado en la vieja bola del mundo que mi padre me compró por mi primer cumpleaños en Canberra), yo seguía pensando en Frida.

Habíamos crecido juntos. Frida, al igual que yo, no tenía hermanos. Su madre lo había intentado durante años pero, tras nacer Frida, su cuerpo se había vuelto incapaz de engendrar hijos. Yo, en cambio, había tenido un hermano al que ni siquiera llegué a conocer ya que murió dos días después del parto. Mi madre nunca quiso volver a intentarlo. Se trasladó al cuarto de invitados para no tener que dormir en la cama dónde había visto nacer y morir a su hijo y no volvió a mencionar el tema.. Solo a veces, cuando creía que nadie la escuchaba, repetía su nombre en voz baja como si le cantase una nana. Estoy convencido de que, si a mi madre le dolió abandonar Holanda, fue por tener que alejarse de su pequeña tumba.

Frida lo era todo para mí. Íbamos juntos al colegio y también jugábamos después de clase. Era rubia, pálida como el marfil y con los ojos de un azul tan claro que parecían tener el cielo dentro. Siempre tenía los labios rojos y las mejillas rosadas por el frío. Solo tengo que cerrar los ojos para recordar a la perfección su rostro. La sonrisa de Frida podía derretir el hielo que cubría los canales holandeses en invierno.

Yo estaba enamorado de ella, aunque entonces no lo sabía. Era mi amiga, mi compañera, mi alma gemela… Frida era una extensión de mi mismo y no había nada en el mundo que yo adorase más que estar con ella. Por eso, cuando en el colegio nos obligaron a estar en clases separadas, la vida de volvió gris para mí. Después de aquello las cosas fueron empeorando. A los judíos se nos impuso el toque de queda y las tardes dejaron de tener sentido encerrado entre las cuatro paredes de mi habitación. Mi padre sugirió que quizás sería buena idea que Frida y yo no nos dejásemos ver juntos en público para evitar que ella también fuese perseguida por simpatizar con los judíos. Después se llevaron mi bicicleta y, con ella, los paseos de los domingos con Frida. Dijeron que los judíos no teníamos derecho a poseer cosas. Éramos menos que animales entonces.

Luego estalló la guerra y la situación se volvió insoportable. Algunas noches escuchaba las bombas caer a lo lejos y no podía evitar pensar si alguna de ellas habría alcanzado a Frida. Dejé de ir al colegio y cada vez salíamos menos de casa. El toque de queda era a las ocho, pero los soldados empezaban a patrullar las calles mucho antes. Teníamos miedo de que alguno nos arrestase. El señor Heitmann nos traía comida a casa y, de vez en cuando, venían a visitarnos. Frida y su madre venían con él pero ya no era lo mismo de antes. Aquellos encuentros estaban marcados por la tristeza y el miedo de la guerra.

La última vez que vi a Frida yo no sabía que no volvería a verla. Supe después que, aquella noche, su padre y el mío habían ultimado los detalles de nuestra huida. Frida me hablaba del colegio y de lo mucho que odiaba todo lo que ahora enseñaban allí.

- Odio y más odio - decía.- Es todo lo que nos inculcan. Todos los profesores tienen miedo de no mostrarse lo suficientemente leales al Führer. Ya ni siquiera leemos libros, solo el Mein Kampf.

Yo intentaba prestar atención, pero todo lo que podía ver era el rojo de sus labios moviéndose rítmicamente. El poder de atracción era tal que no pude evitar besarla. Ella se ruborizó y me dio una bofetada.

- No es correcto, Judah.- me dijo – Una señorita respetable no debería intimar con un joven de esta manera.

Frida había empezado a usar aquel año medias de nylon y faldas por la rodilla que su tío le traía desde Estados unidos y se creía muy adulta y sofisticada llevándolas. Aquel día, además, había peinado su cabello con tenacillas obteniendo un aspecto muy serio. Atrás quedaban los calcetines altos y las faldas tableadas que solía llevar al colegio, Frida se había convertido en toda una mujer sin que yo me diera cuenta.

- Frida, soy yo. – reí – Conmigo no tienes que guardar las apariencias.

- Ahora soy una mujer – se puso en pie – No podemos seguir jugando como dos críos. Dentro de poco me casaré y tendré hijos.

La simple idea de imaginar a Frida casada con otro dolía terriblemente. Solo imaginar que otro podría besar sus rojos labios me hacía enfurecer. No pude evitar imaginarla junto a mí, vestida de blanco y sonriente. La idea me reconfortó de tal manera, que las palabras salieron solas.

- ¿Te casarás conmigo, Frida? – me lancé.

- ¿Ahora?

- Cuando acabe la guerra – sugerí – Vendré a buscarte y nos casaremos. Di que sí, promete que me esperarás.

- Te esperaré – cedió finalmente – Lo prometo.

Entonces volvimos a besarnos, esta vez sin tortazos. Fui a la habitación de mi madre y cogí su viejo guardapelo. Mi padre se lo había regalado cuando se quedó embarazada por segunda vez para que pudiese llevar una foto mía y de mi hermano, pero después de la muerte del bebé, ella fue incapaz de usarlo. En su interior solo estaba mi fotografía, un crío de doce años sonriente y despreocupado que, a partir de aquel momento, dormiría junto al corazón de Frida.

- Guárdalo – le dije – Como símbolo de mi amor por ti.

Cuando acabó la guerra no pude volver a Europa. La nueva documentación para los judíos exiliados durante el exterminio llevó mucho tiempo y, mientras tanto, en Europa todo cambiaba. Ciudades enteras habían quedado arrasadas por la guerra y muchas familias tuvieron que empezar de nuevo. Cuando por fin conseguí regresar a Ámsterdam, en 1949, la vieja fábrica de mi padre había desaparecido. De la casa de Frida apenas quedaban algunos escombros y, del que fue mi hogar, ni siquiera hallé cenizas. Me contaron que al poco de marcharnos, alguien les delató y tuvieron que huir de la ciudad. No habían vuelto a saber de ellos.

Pasé ocho años recorriendo Europa en su busca sin éxito. Gasté tiempo y dinero en aquella empresa y, al final, no tuve más remedio que aceptar que había perdido. Derrotado y perdido regresé a Australia con mi familia, donde no tardé en encontrar trabajo en una fábrica de conservas. Era primavera de 1957 y yo ya tenía 32 años. Mi madre estaba terriblemente disgustada por mi soltería, así que me casé aquel mismo otoño con Mary O’Conell, una emigrante irlandesa de 25 años que trabajaba como secretaría en mi fábrica y con la que llevaba unos meses saliendo. Nada más casarnos, Mary se quedó embarazada y nos trasladamos a un pueblecito a las afueras de Sydney. Nueve meses más tarde nació mi primera hija. Después vinieron Elisabeth y James. Al final conseguí ser feliz sin Frida, aunque no logré olvidarla

Lola

Elegí el nombre de Lola porque a mi la vida me ha dolido mucho, ¿sabe? Pero no vaya a poner eso. Usted ponga que me llamo Lola, tal cual. Sin apellido. Solo quería que supiera que yo antes no me llamaba así. Tenía un nombre como todo el mundo, con sus dos apellidos. Pero cuando llegué aquí las chicas me dijeron que me lo cambiara, que a los tíos que vienen aquí no les gusta que tengamos apellidos ni nombre ni nada. Me dijeron que me pusiera algo exótico como Tiffany o Dorothy pero yo no sabía ni escribir esos nombres. ¿Se imagina algo más absurdo? La mayoría de estas chicas tienen nombres que no saben ni deletrear. Por eso yo elegí Lola, porque viene de Dolores y, si de algo entiendo yo, es de dolor.
Yo quería ser locutora de radio, ¿se lo puede creer? Cuando era chica, siempre me encerraba en mi cuarto con la radio bien alta. Me quedaba allí durante horas, acurrucada en la cama, escuchando aquellas canciones que hablaban de cosas que yo no conocía. Mi sueño era ser como aquellas locutoras de voz dulce, vivir al otro lado de esa cajita metálica que me alejaba de la realidad por un instante. En aquella época yo era una ignorante, lo sé, pero aún tenía esperanza. Eso es lo peor de todo, ¿sabe usted? Que te jodan tanto que termines olvidando como se sueña.

No se crea que aquello servía de mucho. A veces los gritos eran tan altos que ni la radio los cubría. Podía escuchar cada golpe como si yo misma lo estuviera recibiendo. Los gritos de mi madre se clavaban en mi oído como puñales pero yo quería escucharlos, me ponía junto a la pared para poder oírlos con más claridad. Cuando no gritaba, cuando solo se escuchaban sus golpes era cuando más miedo tenía, ¿entiende? Era entonces cuando yo empezaba a pensar que, quizás, ella estaba muerta. Muchas veces pienso que mi madre solo gritaba para hacerme saber que seguía con vida, que ese cabrón aún no la había matado.

No, no era mi padre. Y, si algún día lo fue, tanto odio terminó con cualquier parentesco. Su olor me repugnaba y el sonido de su voz machacaba mi cabeza como un martillo. Solía fantasear con envenenar alguna de sus comidas o aquellas botellas de whisky barato que guardaba en la cocina, pero nunca me atrevía. Entonces era una cobarde, ya lo sé. Quizás de haber sabido antes lo que sé ahora, mi madre estaría viva y ese cabrón bajo tierra.

Solo lo intenté una vez. Matarle, quiero decir. Cuando tenía siete años, salí de mi cuarto durante una de las palizas. Cogí el jarrón del pasillo y fui al salón sin hacer ruido. Estaba tan asustada que me mee encima. Mi madre estaba en el suelo, tirada como un perro. Él, de pie, daba patadas sobre su vientre sin cesar, ¿se imagina? Pateando a una mujer medio muerta, indefensa. Ese cerdo cobarde se creía muy valiente entonces. Gritaba palabras que yo no conocía aún. Se puede imaginar la clase de insultos que eran, yo no lo repetiré. Ponga ahí cualquier cosa, lo peor que pueda imaginar y seguramente acierte. ¿Mi madre? Ella no gritaba, ni siquiera se movía. Le miraba fijamente a los ojos, yo creo que esperando el golpe definitivo. Era una mujer valiente, pero le juro que la hubiese entendido. Si me hubiera dejado entonces, hubiera entendido porqué lo hacía. Pero no lo hizo, ¿sabe? Ella siempre luchaba por mí.

Aún no sé como fui capaz de coger aquel jarrón y lanzarlo contra su cabeza con tanta fuerza. Era de cerámica de la buena, abultaba más que yo. Solo recuerdo que mi madre estaba aterrorizada y no paraba de gritarme que me encerrara en mi cuarto con llave. No llegué a tiempo, por supuesto. Por eso es la cojera, ¿ve? Me dio tal paliza que casi me quedo en silla de ruedas. No pude volver a intentarlo porque ya no era capaz de ser silenciosa. Este trozo de carne muerta hace un ruido espantoso cuando camino.

Mi madre no murió por haberse cortado las venas con aquella cuchilla oxidada, se lo digo yo. Ella esperó a que yo cumpliese los dieciocho para poder irse tranquila. A mi madre lo que la mató fueron todas sus palizas, todos aquellos años de sufrimiento. Y también esa soledad en la que vivíamos. Es curioso, ahora hay tanta conciencia social y tanta ayuda pero, ¿quiere usted saber algo? El día antes de morir, mi madre fue a poner una denuncia a comisaría y se rieron de ella. Sí, como lo oye, la dijeron que volviera a casa y se dejase de tonterías. Yo creo que por eso se mató, porque agotó todas sus posibilidades de salvarse.

Después de que mi madre muriese, me largué de aquella casa. Cogí la radio y algo de dinero que robé mientras él dormía. Le drogué, claro. Eché somníferos madre en su whisky y, cuando cayó desplomado sobre el sofá, cogí mis cosas y me marché. ¿Sabe por qué no le maté? No había suficientes somníferos en la caja. Ya ve usted, mi venganza truncada por un detalle tan absurdo.

Estuve viviendo en la calle hasta que empecé a trabajar en esto. Ponga que soy puta, así, como suena. No vaya a poner alguna de esas palabras ridículas que usan ahora. A mí este trabajo me salvó la vida y al menos le debo eso, ¿entiende? Llamarlo por su nombre. No es que me guste lo que hago, pero no sé hacer nada más.

Esa es mi historia. Ya no busco a nadie que me salve porque sé que es demasiado tarde. Aún tengo la radio, ¿sabe? Es lo único que me queda. La pongo siempre bien alta. Los clientes se quejaban al principio, pero terminaron por acostumbrarse. Ahora ya no sueño con ser locutora, es cierto. Pero me gusta recordar que, una vez, fui capaz de soñar.