El eco de sus pasos

El trastero está oscuro y huele a cerrado. El polvo que lleva años acumulándose en las estanterías, parece consumir el oxígeno por momentos. Tengo miedo de moverme y golpearme con algún objeto de los muchos que me rodean, trastos viejos e inservibles de los que debimos habernos desecho hace mucho tiempo. No me asusta el dolor del golpe, no. Lo que me da pánico es hacer ruido. El más leve sonido podría delatar mi presencia en este cuartucho oscuro y mal ventilado del segundo piso.
Sé que, seguramente, haya a mí alrededor algo con lo que defenderme. Él suele dejar aquí sus herramientas. Pienso rápido: necesito un objeto contundente y poco pesado, algo que pueda manejar con facilidad y que sea efectivo. Me viene a la mente la imagen de un martillo. Sería perfecto. Me imagino a mí misma clavándolo en su cráneo y me siento aliviada.
El eco de sus pasos repiquetea por la casa. Está en la planta de abajo, puedo escuchar como crujen las tablas sueltas del suelo del salón. Hace meses que le dije que las reparara, pero él no me hizo caso. Él nunca escucha nada de lo que yo le digo. Él solo disfruta oyéndome suplicar.
Está nervioso. Ha dejado de gritar mi nombre hace un rato. Me alegro de que lo haya hecho. Mi nombre en su voz suena como un cúmulo de letras sin significado. Me recuerda al sonido que hacía aquella máquina que cortaba carne en la carnicería del barrio. Pienso en la carnicería. Hace más de un año que no salgo a hacer la compra. Él no me deja. Me mantiene atrapada en esta casa para que nadie sospeche. No le gustaban las preguntas indiscretas de los vecinos. Sé que ha contado que estoy enferma y que por eso no salgo, que perder al niño me dejó trastornada. En el fondo tiene razón.
Quiero buscar la caja de herramientas, pero apenas me atrevo a parpadear. Quizá si tuviera algo de luz… Tengo que hacer memoria. Conozco esta casa como la palma de mi mano. Sé que en la estantería que tengo a mi espalda están las cosas que compramos cuando me quedé en estado. Una cuna aún en su caja, una sillita para el coche y el porta bebés. Me alegro de haber escogido este escondite porque sé que va a ser el último lugar en el que me busque. Sabe que no puedo ver nada que concierna al niño. Aunque él solo sabe lo que yo quiero que sepa.
Seguramente, en el armario de la derecha estén las herramientas. Revistas viejas, papeles y documentos oficiales, declaraciones de la RENTA atrasadas, ropa de temporadas pasadas y sus herramientas. Estoy prácticamente segura. La puerta del armario está cerrada y temo que, al abrirla, algo de su interior caiga al suelo y haga ruido. Decido abrirla poco a poco, para cerciorarme de que todo está correctamente colocado y no corro el riesgo de ser descubierta.
Está arriba. Detengo mi búsqueda para situarle en el plano de la casa. Ha entrado en nuestra habitación. Recuerdo que la última vez me escondí debajo de la cama. Tardó media hora escasa en encontrarme. Cuando levantó la colcha y vi su mirada de furia creí que iba a acabar conmigo. A veces me estremezco al recordarlo, pero he de reconocer que me alegré. Tal vez así pondría fin a esta tortura.
No fue capaz. Me golpeó hasta que se quedó sin fuerzas y luego me dejó tirada en el suelo, con tres costillas rotas y la cara completamente desfigurada. No sé cuanto tiempo pasé así, como un puñado de huesos rotos incapaz de moverse. Solo recuerdo que cuando me recogió, ya era de día. Me dijo que si abría la boca, me mataría. Le había escuchado amenazarme con aquello en miles de ocasiones, pero nunca lo hacía. Él sabía de sobra que la muerte no era el mayor de mis temores.
En el hospital me invitaron a denunciarle, pero yo me negué rotundamente. Ellos no comprendían mi situación. Les dije que me había caído por las escaleras, que estaban equivocados. No me creyeron, como nunca lo habían hecho. Él procuraba llevarme siempre a hospitales diferentes, para no levantar sospechas, pero era completamente imposible. Yo lo sabía, pero prefería no comentarle nada. No quería que, presa del pánico, me dejase morir desangrada en el suelo de la habitación. En él, cualquier reacción era imprevisible.

El sonido del teléfono me devuelve a la realidad. Sus pasos se pierden en la bajada de las escaleras y me tranquiliza saber que se encuentra a una planta de distancia. El tintineo del timbre cesa y sé que ha respondido a la llamada cuando percibo su voz ronca entablar una conversación con alguien. No puedo escuchar lo que dicen, pero oigo su voz como un murmullo expandiéndose por toda la casa. Aprovecho la oportunidad que me han brindado para abrir la puerta del armario y buscar a tientas la caja de herramientas. En la primera balda todo son papeles y libros viejos. La segunda esta repartida entre bolsas de ropa y zapatos. La de abajo es la mía. Palpo la forma rectangular de la caja y aspiro el aroma a metal que de ella emana. El cierre esta algo duro pero, afortunadamente, consigo abrirlo tras un par de intentos.

El sonido de su voz se ha apagado y temo que me haya escuchado. Aguanto la respiración y aprieto los puños para intentar contener el temblor que sacude mi cuerpo. Sus pasos se pierden al final del pasillo. Ha entrado en el baño. Puedo escuchar el agua de la cisterna concederme unos segundos más de búsqueda. No me hacen falta. Mis manos han notado ya el tacto afilado de lo que parece un destornillador. Junto a él, se encuentra el martillo que buscaba. Cojo ambos entre mis manos, el martillo con la derecha y el destornillador con la izquierda. Luego, decido guardar el destornillador entre mis ropas, para poder protegerme si el martillo me falla. Lo oculto en la goma de mis pantalones, bajo la camiseta holgada que hace las veces de pijama.

Ha salido del baño y ha comenzado a llamarme de nuevo. Pronuncia mi nombre con voz dulce, casi infantil. Dice que no tenga miedo, que ya no está enfadado. Siempre dice lo mismo pero no es verdad. Ya no voy a creerle más. Está abriendo una a una todas las puertas del piso de arriba. Sé que pronto llegará a la del trastero. Me estremezco solo de pensarlo. He puesto el pestillo, pero eso no va a suponerle un gran problema. Puede partir esta puerta con un simple golpe. Yo, por si acaso, me encojo entre el armario y la puerta, con el martillo a punto para golpearle en la cabeza. Por primera vez en mi vida no tengo miedo de él. Esta vez, la que me asusta soy yo misma.

La casa vuelve a estar en silencio. Noto sus manos posarse en el pomo de la puerta. La gira con suavidad, casi con delicadeza. No se abre. Comprende que está el seguro echado y empieza a forzar la cerradura. Finalmente, opta por abalanzarse sobre ella. El cuartucho vibra con cada golpe, parece que se van a derrumbar las paredes sobre mí de un momento a otro. Aprieto el martillo y toco mi vientre para comprobar que el destornillador sigue ahí. Tomo aire en silencio, cierro los ojos. Al tercer empujón, la puerta cede y se hace la luz en el cuarto.

Su rostro es puro odio. Tiene los ojos inyectados en sangre y los dientes apretados con rabia. Me grita, me insulta y se abalanza sobre mí con furia. No puedo pensar, pero sé perfectamente lo que tengo que hacer. Lo he soñado miles de veces. Cojo el martillo con fuerza y lo hundo en su cráneo por el lado puntiagudo. Parece mucho más frágil de lo que había imaginado. Su rostro pronto está cubierto de sangre, sangre de un rojo intenso, casi deslumbrante, que fluye a borbotones de su cabeza. Sus ojos se han abierto de par en par, como si no creyese lo que está sucediendo. Arremete de nuevo contra mí, está vez con menos fuerza que antes. Esta vez, le golpeo en la cara. El golpe le ha lanzado contra el marco de la puerta y ha caído al suelo de rodillas. No me reconozco, no sé de donde he sacado tanta fuerza. Recuerdo cada una de sus palizas, cada uno de sus insultos y empujones. Recuerdo mis piernas empapadas en sangre y el gesto compungido del médico que me anunció mi aborto. Recuerdo los años de silencio, las lágrimas que no me atreví a verter, las amenazas y los gritos. Me recuerdo a mi misma como un amasijo de carne consumida, tirada de mala manera en alguna parte de aquella casa, sin atreverme a respirar al escucharle llegar.

Le miro. Está tendido en el suelo, sobre un charco de sangre que crece por momentos. No se mueve. Tiene la mirada clavada en el techo, como si esperase ayuda celestial. Sé que está muerto, puedo sentir como su amenaza se desvanece por momentos. Me arrodillo a su lado con el martillo aún entre mis manos. No me atrevo a soltarlo, no hasta que él se haya ido.

Así me encuentra la policía horas más tarde. Les escucho comentar que ha llamado una vecina para alertar sobre una pelea doméstica. También dicen que han llamado al timbre, que nadie ha bajado a abrir y se han visto obligados a tirar la puerta abajo.
No les he oído, pienso mientras me ponen las esposas. Hace demasiado tiempo que solo soy capaz de oír el eco de sus pasos.