Verde (El final donde todo empieza)

Lo cierto es que no tenía verdaderas esperanzas en volver a cruzarse con él. Lo había soñado, era cierto, incluso había creído verlo… pero nunca con la seguridad de que aquello era o sería una realidad inmediata. Era una promesa que había sido lanzada de cualquier manera, como si no esperase que nadie la tomase en serio.

Ella no era de las que se sentaba a esperar que un golpe de suerte convirtiese su vida en lo que ella había esperado. Cumplía sus pequeños deseos diariamente, sin importarle las consecuencias o las decisiones que tuviera que tomar. Tenía la extraña certeza de que todo lo que hiciese, terminaría por conducirla a un desenlace que había sido escrito solamente para ella. Un desenlace al que llegaría por cualquier camino que tomara. Su destino era inherente a ella y le había sido otorgado en el momento de su nacimiento.

Llevaba siempre un bolígrafo verde en el bolsillo. A veces se sentía cualquier otro color y cambiaba su nombre y sus pinceladas sin tan siquiera percatarse pero, de alguna manera, regresaba a su principio y volvía a sujetar el bolígrafo verde como si nunca lo hubiese soltado. Ella era Verde, nunca podría haber dejado de serlo.

No creía en las casualidades, vivía buscando pequeñas oportunidades que alguien había colocado ahí para ella. Había cambiado la vida de muchas personas y, en consecuencia, muchas personas habían cambiado su vida. Verde solo intentaba dar a la gente un pedacito de la magia que un día un desconocido le regaló en un parque. Sin embargo, todas aquellas acciones que la llenaban, terminaban por dejarla completamente vacía.

No era real porque carecía de rutina. Uno no puede cimentar su vida sobre un terreno que se tambalea con el viento. Verde lo sabía muy bien, por eso vivía de una manera absurda e irreal. Nunca dos veces en el mismo lugar, se decía. Nunca demasiado tiempo haciendo lo mismo. Es inconstante, decían los que no la conocían. Es mágica, decían los que sí. Y Verde, ajena a la polémica que su peculiar estilo de vida levantaba, seguía siendo una pluma que se dejaba arrastrar por el viento.

Los momentos más especiales no se programan. Hay situaciones que cambian tu vida por completo sin estar en el programa. Son inesperadas. Son oportunidades que estaban esperando ser descubiertas por ti… y si tu las necesitabas, ellas dependía completamente de ti para existir. Verde disfrutaba reencontrando a las personas con sus oportunidades perdidas, ayudándoles a reconocerlas y a dejarlas escapar cuando no eran para ellos. Era una terapeuta del destino, solía bromear.

Lo malo de dedicarte a encontrar oportunidades ajenas es que, cuando aparece la tuya, te arrastra como un vendaval furioso. No tienes escapatoria alguna y tampoco forma de reconocer la decisión correcta de entre todas las posibles.

La oportunidad de Verde tenía tamaño DIN A4. Estaba doblada cuidadosamente en cuatro mitades sobre una papelera de una calle poco transitada de una ciudad que habría podido ser cualquier otra sin que la historia cambiase. Sobre la papelera. Ni dentro, ni debajo, ni en uno de sus lados. Estaba allí, como si alguien hubiese puesto todo su cariño en dejar aquel papel colocado exactamente sobre la papelera, de manera que no pudiese ni caerse ni perderse por accidente.

Verde sabía reconocer una oportunidad con solo mirarla de reojo. Aquel papel era una oportunidad. Lo que no sabía era a quién le pertenecía. Sentía curiosidad pero también respeto. Aquellos dos sentimientos enfrentados se colocaron a ambos lados de una balanza que, finalmente, se decantó por la curiosidad.

Verde cogió el papel como si fuese a romperse en cualquier momento. Un escalofrío recorrió su columna vertebral al recordar la última vez que había encontrado un papel abandonado. Con sumo cuidado, desdobló el folio procurando no rasgarlo o arrugarlo. Lo hizo con los ojos cerrados, reservándose la mejor parte para el final.

Cuando Verde abrió los ojos, se quedó atónita. Allí, entre sus manos asustadas, estaba el folio desdoblado. En blanco. Le dio la vuelta. Blanco. Nada. Una simple hoja. Eso era todo.

- Te dije que volveríamos a vernos.

El corazón de Verde dio tal vuelco, que todo su mundo se quedó boca abajo. Aquella voz no sonaba en sus oídos por primera vez. Aquel momento era completamente nuevo pero, a la vez, un maravilloso recuerdo. Había pasado mucho, demasiado tiempo.

- Llegué a pensar que mentías.
- Yo nunca miento. No te dije un día, no te dije cuánto tiempo tendrías que esperar… solo te dije que pasaría. Y ha pasado.

Verde no sabía qué decir. Estaba nerviosa, agitada, feliz y terriblemente triste. Todas sus emociones saltaban alocadamente a su estómago, provocándola una extraña sensación de vértigo que la impedía pronunciar palabra.

- Veo que has encontrado tu destino.
- ¿El folio en blanco?
- No es un folio en blanco. Tú no eres nueva en esto. Has hecho muchas cosas, has cambiado vidas. Sabes reconocer el destino cuando pasa por tu lado.
- Tú me enseñaste, tú me cambiaste.
- Yo no hice nada. Lo cierto es que ya habías empezado a ser quién eres mucho antes de conocerme. El destino te trajo a mí porque quería que lo entendieras… pero yo no te cambié. Siempre has sido la misma. Nadie que se conozca de la manera en que tú lo haces podría cambiar.
- Mi destino está en blanco. No hay destino para mí. Llevo mucho tiempo haciendo mi propio camino, ¿no es cierto?
- Así es. La gente necesita un destino porque están demasiado perdidos para crearlo por sí mismos. Cuando deja de ser necesario, el destino te da vía libre para dibujarlo por ti misma.

La hoja en blanco se mantenía firme entre sus manos. Ella había tenido el valor de elegir, había comprendido que no se trataba de hacer lo que estaba establecido para ella, si no de decidir. Siempre había pensado que su final sería el mismo que había tenido desde un principio porque nadie podía cambiar su destino… sin embargo, allí estaba aquella hoja en blanco retándola a escoger. Podía hacer su propio destino.
Él asentía con la cabeza, como si pudiera escuchar los pensamientos de Verde. No sabía su nombre pero sus ojos tenían el color con el que deseaba dibujar su destino.

- ¿Volveremos a vernos?
- Cada mañana durante el resto de nuestras vidas.

Verde (El principio)

Y allí estaba, entre mis manos temblorosas, esperando a que mis nervios se calmasen... pero aún no diré de que se trata. Me siento en la obligación de empezar esta historia por el principio. Como siempre debió ser.

Nunca le gustó la idea de tener un nombre fijo. Le aburría tener que ser siempre la misma porque ella era, cada vez, una persona diferente. La misma forma en distinto fondo. Según su estado de ánimo se sentía de una manera... pero nunca, jamás se sentía igual.
Por eso, un día, cambió. Como todos los días en los que ocurren cosas excepcionales, se trataba de un día cualquiera. Los mismos horarios, las mismas tareas, los mismos lugares y las personas de siempre... pero ella se sentía Verde y, por ese motivo, decidió que ese sería su nombre.

Cuando te encuentras con un conocido y le dices que hoy te llamas Verde, te mira como si estuvieses loca y te sigue llamando como se supone que debes llamarte. Es frustrante. Supongo que, por ese motivo, acabó otorgándose a sí misma un día de descanso de la rutina.
Fue a un parque. Un parque que, para su gusto, resultaba terriblemente triste sin niños. Todos estaban en el colegio pero eso era algo que a Verde no le importaba. Nadie debería ver un parque sin niños. Carece de alma.
Se subió en el tobogán. Era un columpio fascinante. Tenía unas escaleras y una casita de madera encima, como si de un refugio se tratase. Espero encontrarse algún niño agazapado allí dentro, un niño rebelde que había escapado del colegio para darle un poco de alma a aquel parque vacío pero allí no había ningún niño. Allí solo había un papel doblado, tirado en el suelo.
Verde cogió el papel y lo abrió con cuidado. Era una hoja de cuadros, arrancada de algún cuaderno. Tenía un dibujo pero no uno cualquiera. Era un retrato. Era el retrato más hermoso que Verde había visto nunca. Y ella era la retratada.
Bajó del columpio de un salto, sin soltar su retrato. Buscó con la mirada. Nadie. El parque seguía vacío pero, en algún momento, alguien había acudido allí y había dejado en el tobogán un retrato suyo. Con el jersey rojo que llevaba, con el cabello recogido detrás de las orejas y una tristeza infinita en la mirada, como segundos antes, cuando había contemplado la soledad del parque.

- Pareces más alegre en persona.- dijo una voz a su espalda.

Verde se giró sobresaltada. La voz tenía dueño. Era un chico, no mucho mayor que ella. Vestía con vaqueros y sudadera, tenía el cabello revuelto, los ojos brillantes y una sonrisa traviesa que se torcía en sus labios, como si se escurriese por su barbilla. Sostenía un cuaderno de tapas naranjas, con un lapicero atrapado entre las anillas. La observaba con detenimiento, como un artista analiza su obra. Luego, sin decir nada más, empezó a caminar.

- ¿Quién eres? - preguntó Verde, mientras le seguía.
- Soy el autor de tu retrato. Y tú eres la chica del dibujo.
- ¿Cuándo lo hiciste?
- La semana pasada, no recuerdo bien el día. Ven, siéntate aquí. Creo que tienes demasiadas preguntas y caminar no es el mejor modo de conversar.

El dibujante se sentó en un banco y hizo un gesto a Verde para que le imitase. El banco estaba prácticamente al final del parque y daba a una autopista. A Verde le sorprendió que el chico, en vez de sentarse mirando hacía el parque, se colocase al revés.

- Me gusta ver los coches pasar. - dijo él, como si hubiese leído su mente - La mayoría de esas personas no saben dónde van pero cogen su coche cada mañana, fingiendo ser más poderosos que el destino. Es curioso, ¿no crees?
- ¿Cómo te llamas?
- Es curioso que tú me preguntes eso. Llámame como quieras. No se trata de cómo me llamo, sino de quién soy. Y ahora mismo soy, simplemente, el autor de ese retrato que sostienes entre tus manos con tanta fuerza. ¿Te gusta?
- Sí, mucho. Es precioso. Pero, ¿cómo pudiste dibujarme sin conocerme?
- Te conozco. Ahora mismo, lo estoy haciendo. No importa cuando lo hagas, la cuestión es hacerlo.
- ¿Insinúas que me vistes antes de conocerme?
- No, yo nunca insinúo. Yo respondo con realidades. Y, sí, te dibujé antes de conocerte... porque, tarde o temprano, te conocería. Es simple.

Verde se apartó el cabello de la cara, estiró las mangas de su jersey, perdió la mirada entre los coches, tratando de ocultar que estaba nerviosa. Que, de un modo incomprensible, todas aquellas locuras que su dibujante sin identidad decía le resultaban terriblemente ciertas.

- Enséñame a hacerlo.
- Sabes hacerlo, pero nunca lo has intentado. Todos podemos hacerlo porque todos tenemos un destino.
- Entonces, ¿por qué nadie lo hace?
- Porque nadie quiere conocer su destino. Le temen. Prefieren pensar que pueden cambiar su final, que pueden elegir.
- Y, ¿no se puede? ¿Estamos condenados a vivir una historia que ya está escrita?
- No, claro que no. No todo está escrito. El destino se va escribiendo a medida que nosotros avanzamos. Pero es difícil de creer, nadie se arriesga a intentarlo.
- Yo no sé dibujar.

El dibujante se queda mirando a Verde con ternura. Coge una piedra del suelo y la arroja al vacío. Sonríe. Luego, coge su cuaderno y lo pone entre sus manos. Saca un bolígrafo azul de su bolsillo y se lo tiende.

- Inténtalo.

Verde abre el cuaderno. La primera hoja está arrancada y Verde, imagina que de ahí salió su retrato. Destapa el bolígrafo y lo apoya sobre la hoja. No lo mueve. No sabe qué dibujar. Cierra los ojos. Respira hondo. Sus manos se mueven. Dibujan. Pintan lo que su subconsciente dicta. Abre los ojos.

- Es perfecto.

Verde mira su dibujo. Dos monigotes sentados en lo que parece ser un banco. Enfrentados, cogidos de la mano.

Y allí estaba, entre mis manos temblorosas. Un par de segundos más tarde. Yo ya no era la misma. Era Azul, como el bolígrafo que había dibujado ese momento. Él me cogía con firmeza, sostenía mis nervios y los calmaba con su mirada, que penetraba en mis ojos y llegaba hasta mi alma. Me regaló aquel cuaderno de tapas naranjas, me besó suavemente los labios y me dijo que, algún día, volveríamos a vernos.

Verde (Segunda parte)

Ella era mi salvación, no había duda. No había pasado tanto tiempo desde que la vi por primera y última vez, pero los acontecimientos habían tomado carrerilla y, en aquel instante, sus ojos color ámbar eran mi pasado más remoto.
El destino recupera su imagen para mi ocupada memoria una mañana de Junio, meses después. Saco mis viejos vaqueros del armario, están escondidos al fondo, bajo las camisetas de manga corta y las bermudas. El verano regresa, un año más y llega la hora de cambiar el vestuario.
Mis viejos vaqueros están escondidos porque a Ruth no le gustan. Tienen agujeros y están desgastados. Ella dice que parecen viejos y cutres... ella no sabe que, en realidad, son viejos y cutres, pero me encantan...
Hacía siglos que no me los ponía, pienso mientras busco una camiseta entre el montón que acabo de rescatar del armario. Doy con la camiseta perfecta: naranja, de manga corta y sin estampado. Ruth odia el naranja. Hoy llevo toda la ropa que Ruth no me deja ponerme: hoy puede ser mi último día sin Ruth y debo aprovecharlo.
Bajo a la calle y me dirijo a la parada de metro que hay calle abajo. Busco en el bolsillo del vaquero la moneda de dos euros que acabo de guardar. Encuentro un papel doblado en el bolsillo trasero. Lo saco y lo desdoblo con cuidado. Ahora recuerdo todo.
Cuando llegué a casa aquel día, arrojé los vaqueros al fondo del armario y no volví a sacarlos. Me olvidé de ellos y de todo lo que representaban: mi libertad, mi juventud, mi vida sin Ruth, mi independencia... aquel día Ruth no se enfadó cuando llegué, como siempre, diez minutos tarde. Aquel día ella tenía algo demasiado importante que decirme, algo mucho más grave que diez absurdos minutos de retraso... aquel día mi destino, ese en el que nunca creí, se enredó en las palabras de Ruth.
La habían dado la beca, se iba a vivir a Barcelona un año, luego se quedaría allí a trabajar... y, a partir de ese momento, todo se precipita. Comienzo a vivir entre Madrid y Barcelona, visitándola dos veces al mes, ayudándola a buscar un apartamento para irnos a vivir juntos cuando me concedan el traslado en el trabajo...
Ahora tengo un vuelo de ida a Barcelona para mañana por la tarde. Tengo la maleta abierta sobre la cama, esperando a ser llenada. Tengo un anillo de compromiso en el dedo de Ruth, una fecha en la Iglesia, un piso a medio amueblar y una vida perfectamente planificada por delante.
Voy a mi actual trabajo, a firmar los papeles del traslado.
El papel doblado en el bolsillo trasero del vaquero no entraba en mis planes. Es un dibujo. Recuerdo el semáforo, la chica del banco, su diadema roja, su sonrisa misteriosa... ella dibujaba su destino: ella es mi salvación. Decido ir en su busca.
Cambio completamente mis planes, recogeré el finiquito más tarde. Puedo pedir que me lo envíen por correo y me hagan una transferencia. Necesito saber, con urgencia, si debo coger ese avión. ¿Es mi destino o es el destino de Ruth? ¿He elegido yo esta opción?
El semáforo, obviamente, sigue dónde siempre. El banco ahora mantiene a un jubilado que lee, con gran interés, un periódico. La gente cruza, yo me quedo quieto en el sitio. Estoy en una calle de Madrid, la única calle en la que sé, con certeza, que ella ha estado alguna vez... no sé nada más de ella. No sé si seguirá viviendo aquí, no sé dónde estará... pero tengo la urgente necesidad de encontrarla. ¿Por dónde empezar? Y, de repente, se me ocurre una idea absurda, una idea loca, una idea arriesgada...
Entro en el primer todo a un euro que veo y compro un paquete de pinturas de colores. También compro un cuaderno pequeño, de tapas verdes. Me siento en el banco, junto al jubilado. El hombre ni se percata de mi presencia. Siempre me ha parecido de mala educación sentarse en un banco que está ocupado por otra persona... pero, en ese instante, me parece que ese banco me pertenece a mí y el invitado es el jubilado.
Abro el cuaderno, saco una pintura al azar... rosa. Empiezo a dibujar. Al principio no sé qué dibujar pero, cuando llevo un rato con el cuaderno y la pintura rosa entre las manos, comienzo a garabatear la hoja en blanco. Cambio de tonalidad, sigo pintando. No dibujo bien, nunca lo he hecho... pero, sorprendentemente, mi dibujo tiene un parecido con un emblemático lugar de la ciudad.
Observo mi obra: Un monigote rosa de pie junto a una raya negra que atraviesa del papel horizontalmente. Bajo la raya, el color azul inunda la hoja hasta los pies del muñeco. Luego, verde. El resto de la hoja es de color verde. Parecen árboles, llenan la superficie completa de la hoja.
No hay duda: es el Retiro. Sonrío. La he encontrado.
Voy al Retiro, andando. He gastado mis dos euros en la tienda, no me queda efectivo. El parque del Retiro es inmenso, pero yo sé en qué parte está ella: junto al lago. Me siento absurdo creyendo en el destino, en el poder de un cuaderno y unas pinturas, me siento absurdo al pensar que una desconocida tiene la respuesta a mis dudas... pero no dejo de caminar, voy en su busca...
Allí está. Realmente, sigue igual que la última vez que la ví. Lleva un vestido rosa de tirantes. Tiene el cabello un poco más largo, recogido con dos coletas. Está frente a mí, me mira sonriente, me estaba esperando. Sin decir nada, alarga la mano y clava su mirada en la mía. Abro el cuaderno de tapas verdes y arranco el dibujo, se lo doy. Lo observa sin dejar de sonreír, abre su bloc de notas y lo guarda entre sus hojas.

- ¿Cómo te llamas hoy? - Acierto a decir.
- Hoy soy Verde. Te dije que no cambiaría. Tú, sin embargo, ya no eres Javihoyysiempre. Hoy eres Naranja. Hoy crees en el destino y has salido en su busca.
- ¿Cuál es mi destino, Verde? ¿Lo sabes tú?
- No, yo no lo sé... solo tú puedes saberlo. El destino solo se muestra a quienes creen en él... solo entonces aprenderás a comprenderlo.
- Pero... ¿se puede cambiar el destino? ¿Se puede decidir?
- No, claro que no... pero, a veces, dejamos que nos roben nuestro destino y terminamos persiguiendo un destino ajeno. Terminamos por no ser nada, caminar en busca de los sueños que nunca tuvimos...
- Y... ¿y si pierdo el amor por renunciar a su destino?
- Entonces, no es amor. El amor verdadero sabe respetar tu destino, sabe que tus sueños son parte de ti mismo, sabe esperar y comprender tu necesidad de luchar por alcanzar tus metas. Si realmente ese amor forma parte de tu destino, no tendrás que renunciar a él para alcanzarlo. Todo está escrito.

Verde no dice más. Javi, Naranja, Javihoyysiempre, JavinuncamásJavi... yo, no sé qué decir, no sé que pensar, no sé que decisión tomar... Quiero a mi novia, pero no me quiero casar, ahora no. No quiero irme a vivir a otra ciudad: mi sueño no está allí. No quiero encadenarme al destino de Ruth, dejar de ser, perder para siempre mis ilusiones. No quiero renunciar a mí por estar con ella... bajo la vista, recuerdo, pienso, medito, reflexiono, decido...
Y, cuando vuelvo a levantar la mirada, Verde ha desaparecido. Hay un papel en el suelo, es una hoja del bloc de Verde, lo reconozco al instante. Lo recojo, lo observo, sonrío...

Verde (Primera parte)

Para María.
- Si cruzas, puede que no volvamos a vernos.


El chico de la camiseta verde tuerce la sonrisa con picardía. La chica de la diadema roja le mira directamente a los ojos, con una penetrante mirada ámbar que no está acostumbrada a perder. El chico se da la vuelta y deja que el semáforo vuelva a ponerse en rojo. Solo entonces, ella sonríe.
Cierra su bloc de notas, guarda el bolígrafo verde con el que escribe y se incorpora con un pequeño saltito.

- Hoy me llamo Verde, ¿y tú?
- ¿Yo? Bueno, yo soy Javi... hoy y siempre. ¿Qué clase de nombre es Verde? ¿Qué hacías ahí sentada?
- Preguntas demasiado, Javihoyysiempre. ¿Siempre haces lo que se espera de ti? Yo prefiero improvisar, ¿sabes? Un banco junto a un paso de cebra, ¡qué maravilla! Era probable que, tarde o temprano, pasara alguien interesante.

El chico de la camiseta verde, Javihoyysiempre, observa perplejo a Verde que, consciente del desconcierto que acaba de provocar al chico, ha abierto de nuevo su bloc de notas. Es un cuadernito pequeño, con cuadros de colores y unas brillantes anillas anaranjadas. Lo hojea con tranquilidad, mientras Javi, muy quieto, analiza con detenimiento cada centímetro de su cuerpo.
Verde no es muy alta, rondará el metro sesenta y cinco aproximadamente. Tiene unos ojos enormes, entre marrones y ámbar, con densas pestañas negras enmarcándolos. Su nariz está cubierta de pequeñas pecas que salpican, también, la pálida piel de sus brazos. Su pelo es negro, muy liso y corto. El flequillo le llega hasta las cejas, dando un aire infantil a su ovalado rostro. Las orejas quedan al descubierto gracias a la fina diadema roja que recoge su media melena. Lleva una falda vaquera por la rodilla, unas zapatillas rojas y una camiseta de tirantes negra.
Javi piensa que, seguramente, si la chica no hubiese hablado, no se habría percatado de su presencia. También piensa que no tiene nada de verde, que no tiene nada de lógica estar de pie mientras una desconocida pasa hojas de su cuaderno y que, seguramente, llegue tarde a su cita. Ruth le va a matar si vuelve a hacerla esperar... pero Javi no se mueve.
Verde ha encontrado lo que buscaba y muestra, eufórica, su hallazgo a Javi. Él observa, sorprendido, el dibujo que hay en ella. Se trata de un monigote mal hecho, con una enorme cabeza redonda y un cuerpo claramente desproporcionado. Esta todo pintado con bolígrafo azul, salvo la parte del tórax, dibujada en color verde. Junto al monigote, un palo con un rectángulo encima. Dentro del rectángulo, un círculo verde.

- ¿Qué se supone que es esto?
- Eres tú. Lo dibujé el otro día, cuando me llamaba Azul. Cuando te he visto a punto de cruzar, he sabido que eras tú... creo que el destino quiere que nos conozcamos. ¿Tú crees en el destino?

Tras formular la pregunta, Verde arranca la hoja del cuaderno y se la tiende a Javi, que la coge con recelo. La mira a los ojos y suelta una carcajada... pero Verde no se ríe, entonces, Javi comprende que la pregunta va en serio.

- No, no creo en el destino. Creo que todos creamos nuestro camino a través de nuestras acciones... y también creo que, si sigo hablando contigo, voy a llegar tarde de nuevo. Lo siento mucho, tengo que irme.
- Ya, ya lo sé. Tienes que buscar tu destino. Ha sido un placer, Javihoyysiempre. Creo que volveremos a vernos, ¿sabes? Puede que me llame Amarillo, Rosa, Naranja o Añil... pero seguiré siendo yo. Sin embargo, tú ya no serás el mismo. No se puede ser uno mismo cuando no se sabe quién eres.

Javi, sin comprender ni encontrar respuesta a esa última frase, cruza la calle y se aleja de Verde, lleva su dibujo guardado en el bolsillo trasero del pantalón. Ella regresa a su banco, cruza las piernas, abre su bloc y sigue dibujando su destino...
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Aún estás a tiempo de participar en el concurso.

La mala suerte de ser piscis

A una hora del cierre de la edición, Álvaro aún no sabe qué le deparará el destino a Piscis. Está cansado e indignado, un poco con el mundo y otro consigo mismo. No consigue el ascenso que tanto esperaba, no ve reconocimiento alguno a su esfuerzo y, desde luego, no tiene interés alguno en ir de un lado a otro de la redacción cumplimentando las tareas más absurdas y detestables, precisamente las que nadie más quiere realizar.
Álvaro es, al cierre de esta edición, el chico de los horóscopos. En la edición de ayer le tocó redactar las necrológicas. Puede que mañana tenga suerte y le dejen la programación televisiva.
Lo cierto es que a Álvaro el destino de Piscis le trae sin cuidado. En realidad, ni siquiera cree conocer a un piscis. Su madre es Virgo, su padre Tauro y su hermana Libra. Él es Géminis. No sabe más horóscopos, de hecho, duda haber acertado con los que cree recordar. A Álvaro no le gusta el destino porque en algún momento del camino, le dio una puñalada por la espalda. Su destino le traicionó tras prometerle un futuro como periodista de prestigio, dejándole a medio camino entre el chico para todo y el chico absolutamente prescindible.
De un modo incomprensible, Álvaro odia a todos esos Piscis que no conoce. No quiere decidir que les sucederá en las próximas horas porque no lo sabe. Nadie lee los horóscopos, piensa. Entonces recuerda a Noelia, la chica tímida del archivo, la que siempre abre el periódico por el final para leer los horóscopos y, pese a desconocer por completo su horóscopo, decide que ella podría perfectamente ser Piscis y redacta su predicción con prisa y sin esmero.

El despertador de Leticia decide despertarla diez minutos antes de la hora habitual pero ella, despistada y adormilada como se ha levantado, no se percata hasta que al ir a salir de casa mira de reojo el reloj de la cocina y descubre que le sobra tiempo. En ese momento, recuerda que le había prometido a Carmen que iría con ella a ver esa película de alienígenas que tantas ganas tenía de ver. Con la esperanza de hacerla cambiar de opinión, Leticia aprovecha sus diez minutos de margen para pasar por el kiosco de prensa y comprar el periódico antes coger el tren. Cuando está apunto de pagar, recuerda que la noche anterior gastó su último mechero encendiendo el fuego de la cocina y pide uno rápidamente. Detesta las cerillas.
Una vez en su vagón, repasa rápidamente la cartelera. Las opciones se reducen a la película de alienígenas que quiere ver Carmen y un drama lacrimógeno con el actor de moda por protagonista. Tras leer las sinopsis de ambas películas, Leticia repara en el horóscopo y aunque no cree en el destino, decide que leer el suyo tampoco podrá hacerle daño.
Según su horóscopo hoy llegará tarde al trabajo. Un cambio de planes a última hora le dará una grata sorpresa y, si elige correctamente, encontrará el amor en el sitio más inesperado.
Una predicción absurda, piensa Leticia. Es imposible que llegue tarde al trabajo cuando ha salido más temprano que nunca de casa y, desde luego, nadie encuentra el amor porque lo diga su horóscopo.

Manuel no duerme bien últimamente. Desde que su mujer le abandonó, pasa las noches en vela intentando descifrar los motivos de su huida. A veces, le parece sentirla caminando por la casa y se levanta de la cama para buscar el sonido de sus pasos desesperadamente. Sus compañeros de trabajo le dicen que tiene mala cara pero él no puede hacer nada para disimularlo. No miente, pero tampoco cuenta la verdad. Dice que no duerme bien sin más.
Las pastillas que le recetó el médico no sirven de nada ya. Su estado es de insomnio permanente y nada, salvo el regreso de su mujer, podrá remediarlo. Está solo y él no es una persona acostumbrada a la soledad. Las paredes de la casa se caen sobre él como afilados cuchillos buscando acabar con su patética existencia. A Manuel el cansancio se le escapa por cada poro de la piel y, aunque sabe que debería cogerse la baja, no deja de ir a trabajar porque siente que es lo único que le mantiene en pie.
Esa mañana está más decaído que de costumbre. Hace un mes exacto que su mujer le abandonó y el trágico aniversario se está convirtiendo en una tortura para él.
Matías, su compañero, se ofrece a cubrir su trayecto pero Manuel se niega. No estoy tan mal, asegura. Pero su mirada dice lo contrario. Inicia el viaje sin complicaciones. Primera parada, segunda parada, tercera parada… y, de repente, una imagen se cuela en su retrovisor. No acierta a saber si realmente se trata de su mujer o es una simple alucinación por culpa del cansancio. Sea como sea, Manuel está tan sumamente derrotado que para el tren y baja de su cabina mientras los pasajeros que permanecen ajenos a su movimiento, siguen subiendo y bajando de los vagones. Manuel recorre rápidamente la estación siguiendo a la mujer que podría o no podría ser su mujer pero, cuando quiere alcanzarla, una desconocida se gira y le mira con extrañeza. Abatido, vuelve al tren y reanuda la marcha, haciendo caso omiso a las protestas que los pasajeros empiezan a realizar por el retraso. Quince minutos, piensa, no es grave.


Hace tanto tiempo que no sale, que Carmen tarda casi media hora en decidir que se pondrá para ir al cine. La blusa blanca con los pantalones negros se le antoja demasiado arreglado y, con vaqueros, demasiado informal. Finalmente, opta por un jersey malva y descarta la blusa. Los vaqueros van perfectos.
En ese momento, emiten en televisión el trailer de la película. Se alegra de haber convencido a Leticia de ir a ver la de alienígenas. No tiene el cuerpo para dramas y menos aún si son de llorar. Desde que dejó a Manuel, está terriblemente sensible.
No entiende como su vida ha llegado a ese punto. Ella, una mujer madura y felizmente casada, decide dejarlo todo de la noche a la mañana. Si lo piensa bien, ni siquiera sabe porqué dejó a su marido. Era aburrido, era siempre lo mismo y necesitaba encontrarse a sí misma. Mira a su alrededor. La casa está desordenada y caótica, como si la maniática de la limpieza que había sido se hubiese quedado en el mismo lugar que la devota esposa que amaba a su marido. Ahora no era nada de lo que había sido y, por alguna extraña razón, se sentía más viva de lo que jamás había estado. Se siente un poco sola, eso sí. Ha quedado con alguna compañera de trabajo para ir a tomar algo y también con las chicas de yoga. Sale y trata de divertirse, pero no puede dejar de sentir que en realidad, todos la apoyan porque tienen pena de ella. Es triste que tengan pena de mí, piensa, pero más triste sería quedarme en casa amargada.
Abre la puerta de casa dispuesta a marcharse cuando el teléfono comienza a sonar. No suele cogerlo temiendo que sea Manuel pero, pensando que quizás sea Leticia para anular su cita, descuelga.


Leticia cuelga el teléfono abatida en la puerta del cine. Plantada a última hora, piensa. Es como si el maldito horóscopo tratase de reírse de su incredulidad. Con las entradas ya compradas y ninguna gana de entrar sola a ver la película que, por cierto, ni siquiera ella ha elegido, decide marcharse. Entonces cae en la cuenta de que su amiga Noelia trabaja muy cerca de allí y, si no recuerda mal, suele salir bastante tarde. La llama al móvil pero está fuera de cobertura. Eso le da la pista definitiva, siempre que está trabajando, Noelia tiene el móvil sin cobertura. Esperanzada, decide ir a buscarla y probar suerte. Lo único que tiene que perder son las estúpidas entradas.

- Maldito horóscopo.

Por un momento, cree que se le ha escapado un pensamiento en voz alta pero, cuando repasa mentalmente la frase se percata de que no ha sido su voz la que la ha pronunciado. Entonces mira alrededor buscando a su propietario.
Está apoyado en una de las salidas de emergencia, tratando de encender un cigarrillo con un mechero que, por su sonido, no tiene gas. Leticia busca el mechero que compró por la mañana en el bolso pensando que, si eso no es inesperado, nada lo es.



Cuando por fin consigue encender el cigarrillo, Álvaro le da una calada y lo tira. La oportuna desconocida le mira con desconcierto y él la responde con una sonrisa resignada.

- Lo estoy dejando.

La chica pone los ojos en blanco y guarda el mechero en el bolso con movimientos lentos, como si estuviese ensayando una coreografía de ballet. Álvaro se queda hipnotizado observándola. Cierra la cremallera, coloca la correa, se mesa el cabello… Hay algo en cada uno de sus movimientos, algo que no acierta a comprender. Es como si algo o alguien tratase de enviarle un mensaje a través de aquellos gestos inocentes. Una señal. Absurdo, se recuerda, yo no creo en el destino.

- ¿Esperas a alguien?

La chica, que hasta el momento permanece callada y quieta a una distancia prudencial de él, comienza a dar pequeños pasos en círculo. Parece que está sopesando la idea de responder o salir corriendo.

- En realidad sí. Venía a ver a una amiga, para invitarla al cine. Tengo dos entradas. Iba a ir con alguien pero no vino y entonces yo recordé que ella trabajaba cerca y…

Parecía nerviosa, mezclaba las palabras y daba demasiadas explicaciones. Le resultaba ciertamente cómico y, a la vez, fascinante ver como se trababa la lengua con sus propias frases enrevesadas.

- ¿En qué departamento trabaja tu amiga? – la interrumpió tratando de echarla un cable.
- Archivo. Se llama Noelia, ¿la conoces?

Álvaro no sabe explicar que resorte se acciona en su cerebro para que, en ese mismo instante, todos los cabos comiencen a atarse y una idea completamente disparatada asalte su mente. No quiere decirlo pero antes de que consiga controlar sus palabras, estas salen a borbotones de su garganta. Solo existe una respuesta que pueda otorgar significado a toda esta locura, piensa.

- ¿Qué signo zodiacal eres?

La chica del mechero, la chica sin nombre de los gestos delicados y las palabras impacientes está realmente intranquila. Abre los ojos exageradamente, se muerde el labio inferior, retuerce el anillo de su dedo índice y, con una voz que parece haber encontrado la única verdad que descansaba entre un puñado de mentiras, sentencia el final de su historia.

- Piscis.